PRÓLOGO

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PRÓLOGO

Esa noche las estrellas brillaron, y el viento sopló, revolviendo su pelo y su ropa, pero a él no le importó. Felicidad, qué termino tan amplio, pensó, aunque fue capaz de decir que se sintió así, que experimentó la felicidad en todos sus recovecos. Esa sensación que le recorría el cuerpo, las extremidades, aquel estado en su máximo esplendor le hacía sentir poderoso, invencible, que nada podría quitarle las ganas de sonreír, las ganas de soñar, proyectar, y la necesidad de agradecérselo una y otra vez, porque todo eso que Willem sintió, no era por mérito propio. Cuando creyó que la vida solo era eso, dejarse llevar, y simplemente seguir viviendo, sin un propósito, sin aspiraciones, ella apareció, llena de vida y de sueños, iluminando toda oscuridad que habitaba en él, haciéndole dar un vuelco gigante a todos sus pensamientos, sus sentimientos... y su vida.

Miró una y otra vez el reloj de su muñeca, y también revisó la hora en su celular, asegurándose de que ninguno de los dos lo engañaban. Suspiró, impaciente, y se apoyó en el capó de su auto. Metió las manos en los bolsillos, enrollando los dedos y extendiéndolos una y otra vez. Estaba ansioso, y muy impaciente. Se tuvo que morder con fuerza el labio inferior para contener la sonrisa, aunque no sirvió de mucho, y tampoco le importó que si alguien pasaba por ahí lo considerara un loco por sonreír sin compañía. ¿Qué iba a hacer? Se sentía feliz, demasiado, y no pudo evitarlo. Lo único que a Willem le faltaba para que esa felicidad fuera completa, era que ella llegara. La esperó, como prometió, y cumplió con su palabra, y no le importó que ella pudiera retrasarse. Todo valdría la pena, y más si era para que ella cumpliera sus sueños. La felicidad de ella era la suya. Él deseaba más que ella misma que sus sueños se cumplieran.

Volvió a sacar el celular, abrió todas las aplicaciones, sin buscar nada en particular, y las cerró. Guardó el teléfono. La ansiedad estaba pudiendo con él, las ganas que tenía de abrazarla, de hacerla girar en el aire y de festejar lo consumían. Willem pensó que la demora debió ser por algo bueno, y quizás tendrían festejo por partida doble, tal vez la cosa era más grande de lo que ambos pudieron imaginarse, de lo que ella era capaz de imaginar. Sonrió de solo imaginársela, a ella, a Arissa, corriendo hacia él, con sus ojos claros, donde el color celeste de su mirada se viera empañada en lágrimas de emoción, en su sonrisa tan amplia que provocaba un hoyuelo en su mejilla derecha, y en su pelo azabache, mezclándose con la noche y el viento al correr y dar saltos en el lugar como cada vez que estaba feliz.

Willem sintió un escalofrío, y se encogió dentro de su campera, suspirando. Cada vez más tarde, y la temperatura comenzaba a disminuir considerablemente. Se enderezó, caminó por la vereda, mirando a su alrededor, antes de volver al mismo lugar, pero no se apoyó en el auto. Miró una y otra vez a su alrededor. Sacó el celular, nada. Ella tampoco le envió nada, aunque no debía hacerlo, ambos acordaron que se encontrarían en ese lugar. Él tenía que esperarla. Arissa no iba a cambiar de planes sin avisarle antes, ¿no? No, Willem confiaba en que, si seguía retrasándose, sería por un buen motivo, y uno excelente, sabiendo y teniendo en cuenta a donde se había dirigido.

Levantó la cabeza, y sonrió al ver aquella librería, que por la noche tenía varios adornos de estilo navideños en la vidriera, y brillaban y titilaban sobre los libros. Le daba un toque mágico, y si bien a Willem no le llamaba la atención, sabía que a Arissa le encantaban esas guirnaldas de luces claras. Más de una vez se detuvo a verla, mientras ella las apreciaba de cerca. Miró el candado y contuvo una sonrisa, hasta que sintió que una gota de fría le cayó en la frente. Hizo una mueca, y se pasó la mano por la cara, en vano, ya que las gotas comenzaron a caer de manera más frecuente. Willem miró al cielo, y las estrellas estaban cubiertas, habían desaparecido, engullidas por la negrura de una tormenta. Suspiró, hubiera sido lindo que las costelaciones fueran testigos del próximo encuentro, pero no se amargó. Abrió la puerta del asiento de atrás del auto, y sacó un paraguas negro, y lo abrió. Él le prometió que estaría ahí, en pie, con los brazos abiertos para recibirla, y la promesa no cambiaría ni siquiera si el cielo se caía a pedazos.

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