Capítulo 1.

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Una explosión de colores cálidos. Naranja. Amarillo. Rojo. Gris. No, el gris no pertenecía a la explosión. Identifiqué ese color como algo bueno, algo maravilloso en lo que sumergirme y olvidarlo todo, apartar todo lo malo por un rato. Todo brillaba. La explosión me provocaba un intenso y molesto pitido en los oídos, pero lo peor era la intensidad con la que brillaba. Y, a pesar de la fuerza de la explosión y la fuerza de los colores cálidos, el color gris era el que más brillaba. Me embriagaba hasta tal punto que el fuego no parecía importar en absoluto, no con aquel color grisáceo sobreponiendo a los cálidos. Pero me asusté. No pude evitarlo. El fuego me amenazaba con su sofocante calor, sus llamas chisporroteaban acercándose a mí a una velocidad de vértigo. Intenté huir del calor de aquellos horribles colores cálidos, pero no podía moverme, algo que se mantenía firme contra mi torso me impedía huir. Intenté gritar, pedir ayuda, pero tampoco podía. El grito subía por mi pecho, ascendió por mi garganta y se estancó en mi boca. La abrí. Aquel grito resurgió cuando las llamas estaban a tan solo centímetros de distancia. Grité tan fuerte que pensé que me rompería las cuerdas vocales.

Los colores cálidos desparecieron, incluyendo el tranquilizador color gris, siendo sustituidos por un brillo blanquecino demasiado intenso.

-Tranquila, tranquila-murmuró una voz preocupada a mi derecha.

Mi gritó cesó y se perdió en la oscuridad de la noche, solo alterada por la brillante luz de mi habitación.

-Es solo una pesadilla, ya ha pasado-volvió a decir la voz de mi hermano.

Mi pecho subía y bajaba violentamente, todo mi cuerpo temblaba empapado de frío sudor, el cual me pegaba el pijama al cuerpo, consiguiendo aumentar la sensación de sofoco provocado por la pesadilla.

Mi hermano me acarició el pelo con dulzura, esperando a que me calmara.

-¿Mejor?-preguntó al cabo de un rato, cuando pude regular de nuevo mi respiración.

Todavía tenía las vívidas imágenes de la pesadilla a flor de piel, como todas las anteriores noches en las que había soñado lo mismo. El sueño se repetía una y otra vez, noche tras noche. No siempre lo recordaba al despertar, al igual que no siempre despertaba en medio de la noche empapada de sudor y gritando. Al menos, no gritando. Cada mañana me duchaba en agua fría intentando así filtrar el amargo sueño por el desagüe. Y el sudor, claro.

Volví a abrir los ojos cuando mi hermano habló. Me miraba sentado al borde de la cama con aquella sonrisa tranquilizadora tan característica en él.

Miré la habitación de soslayo, fijándome en las paredes naranjas. Me provocaron náuseas. La sensación de agobio volvió a mis entrañas. Volví a mirar a mi hermano.

-Mañana pintamos las paredes-le contesté, con la voz mucho más firme de lo que esperaba.

Él arqueó las cejas, sorprendido.

-¿Pintar las paredes?-por su voz parecía divertido.

Yo asentí.

-Odio el naranja.

-Papá pintó la habitación naranja por ti, ¿recuerdas? De pequeña adorabas el naranja. Estuviste semanas rogándoselo.

-Odiaba el rosa que había. Y ahora odio el naranja.

Me senté en la cama, junto a mi hermano. Hablar con él siempre me tranquilizaba. Su presencia en sí lo hacía.

-Bueno, ¿qué color te gusta, entonces?-preguntó, recostándose en la cama.

Miré de nuevo las paredes. Las luces resaltaban mucho más el color, haciéndolo casi fluorescente. Casi parecía estar vivo, como si fuera a echárseme encima y ahogarme en cualquier momento.

-Gris-contesté sin pensar.

Como en el sueño, pensar en aquel color me tranquilizaba. Era extraño. No era una cosa, ni una persona, era un color. Tenía que estar relacionado con algo o alguien, quizás alguna experiencia, decía mi psicóloga. Pero no recordaba nada. Literalmente. Hacía quince días que había despertado con amnesia en la cama de la habitación 214, en la segunda planta del Hospital General de Toracab Hills.

Recordaba a ciertas personas. A mi familia y amigos de la infancia. Mis mascotas, incluso las que habían muerto hacía años, aquellas que tenía mi hermano cuando yo apenas comenzaba la Primaria. Recordaba el temario de Primaria. Y el de Secundaria. Sí, tenía amnesia pero recordaba la mayor parte de las cosas que me habían enseñado en la escuela. Y, las cosas que no recordaba, no pensaba que fuera culpa de la amnesia. Había olvidado muchas caras, la mayor parte de mis recuerdos se me escapaban entre los dedos como arena. Tenía que empezar a relacionar caras con recuerdos, recuerdos con otros recuerdos, caras con otras caras, completar poco a poco, con paciencia, el puzle que se había desmontado en mi cerebro por culpa del accidente de coche.

-¿Gris? Es un color muy triste. Te vendría mejor un color más alegre. ¿Qué me dices del azul?

-Las paredes del psicólogo son azules. Y al hombre con el que espero siempre en la sala de espera le huelen los sobacos. Así que el azul me recuerda al olor de sobaco.

Mi hermano se rió.

Pensaba tan solo decirle que el azul me recordaba al maldito psicólogo, pero no quería preocuparlo más. A veces, la mejor salida es el humor. Por muy malo que pueda llegar a ser.

-Vale, descartemos el azul.

-Quiero pintarlas grises, Logan-insistí.

Se incorporó nuevamente a mi lado, me pasó un brazo por los hombros y dijo con voz tranquila:

-Mañana iré a comprar pintura gris. Aunque a mamá no le va a hacer demasiada gracia...

-Nunca seré la princesita que quiere mamá. Y nunca pintaré las paredes de mi habitación rosa chicle-dije, arrugando la nariz.

-Aunque no lo recuerdes, mamá siempre ha intentado convencerte para que lo hicieras-dijo, volviendo a reír.

Me encogí de hombros, mezclando su sonora risa con la mía.

Logan miró la hora en el despertador electrónico de mi mesita, se levantó y se inclinó para darme un beso en la frente.

-Son las cuatro de la madrugada. Intenta volver a dormir.

-Buenas noches, Logan.

-Buenas noches, princesita-dijo, guiñándome un ojo antes de salir por la puerta.

Apagué la luz, pero no para volver a dormirme, sino para dejar de ver aquellas horribles paredes naranjas.


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