Nilo y Tan

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Yo ya era fuego.

Cuando mis madres me adoptaron era una mezcla de colores, era una obra de arte.

Mis madres nunca fueron del gusto de la señora Esmeralda. Se mudaron a la casa de la piscina, la más grande del sector siete, al lado de los Arena Oro y a ella le tocó aparentar que le caían bien, solo porque eran las cantantes más exitosas del momento en el planeta, eso y la cantidad de oro y joyas que mis madres lucían en sus apariciones públicas.

Apenas Esmeralda supo que eran ellas quienes habían adquirido la casa de al lado, buscó la manera de hacerse su amiga. Les envió palomas doradas, propias de la familia fundadora, para que no pasaran por cartas de fanáticos y se tardaran más en llegar a sus manos.

La mamá de Lena organizó un baile al cual invitó a mis madres como invitadas de honor. Esa noche cantaron, bailaron, bebieron, rieron y empezó una amistad que las tres entendían era más por conveniencia. Mis mamás no son de las que hacen ese tipo de vínculos, pero estando en el mundo del arte, ya estaban acostumbradas a que en algunos casos era necesario.

A las pocas semanas, Violeta, una de mis mamás, la que pasaba más tiempo con Esmeralda; para Margarita, mi otra madre, era más difícil, le comentó que habían decidido tener un hijo. A Esmeralda le brillaron los ojos, con una sonrisa le comentó que, como parte de la familia fundadora, les daría acceso a las mejores almas, las de mejor desarrollo, para su adopción. Estando en el laboratorio, Esmeralda les mostró mi alma y para mis madres fue amor a primera vista, no pudieron decir que no, estaban encantadas.

Crecí como un niño artista, gustaba de escuchar las mejores melodías instrumentales, amaba pintar, especialmente los paisajes celestes de Azul. El canto se me daba, pero prefería tocar todo tipo de instrumentos de cuerda y teclados. Mis madres estaban tan fascinadas conmigo que diez años después adoptaron a mi hermana para completar la familia. Bromeando suelo decirle que la familia de tres estaba perfecta así, en realidad amo infinitamente su presencia en nuestras vidas. Al igual que con la de Bob, quien llegó hace veinte años.

Lena apareció una mañana en mi ventana, atraída por una de las melodías de mi autoría, nos sonreímos al vernos por primera vez y la invité a entrar. Desde entonces, estuvimos juntos casi cada día, yo iba a su casa y ella a la mía, íbamos a la casa de cultura a leer, al teatro, a los conciertos y terminábamos las noches hablando de todo mirando la danza de las estrellas. Con ella podía ser yo mismo y hablar de cualquier cosa sin miedo y sin tapujos; sin embargo, nunca le dije lo que sentía por Tan. Especialmente porque ni yo mismo sabía cómo y cuándo empezó, solo sé que un día me descubrí con esos sentimientos en mi pecho y no supe qué hacer con ellos.

Cuando los avisos empezaron a aparecer en las pantallas, mi corazón dio un salto de tristeza, no la volvería a ver en mucho tiempo, no volvería a escuchar su risa loca y sus historias inventadas, solo me hacía sentir bien el saber que aproveché cada día a su lado. Mis madres, mis hermanos y yo, nos encerramos en el sótano por orden del director, debíamos permanecer allí hasta que todos los viajes hubieran salido, se nos daría un aviso.

En la pantalla de la sala había un mensaje, estaban nuestros nombres, pero todo fue para hacer creer a Lena que nosotros también fuimos reclutados. Fueron días duros sin ver la luz del sol central: mis madres los pasaban cantando, mi hermana leyendo y escribiendo; yo no podía leer: no podía concentrarme en el poeta Alexys, ni en los thrillers de Ivanov, ni en los relatos cortos de Aldaris, ni en la distopía de ciencia de ficción de Edocyp, ni siquiera disfrutaba de apreciar las ilustraciones de Edwig, solo hacía ejercicio, comía y pensaba.

Pensaba en Lena, imaginaba que a Candy sí la dejarían verla y despedirse de ella. A mí no me gustaba Candy, había algo raro en ella, por momentos su conducta era extraña, algunas de sus palabras sonaban forzadas, no me gustaba andar con ella y Lena lo sabía, yo respetaba su amistad y ella respetaba que yo no quisiera respirar su mismo aire. Nunca me gustó esa amistad, pero entendía que era su elección.

DestellosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora