𝗖𝗔𝗣Í𝗧𝗨𝗟𝗢 𝗩𝗘𝗜𝗡𝗧𝗜𝗨𝗡𝗢

85 8 0
                                    

Gerard hizo mucho daño a mi familia, a todos quienes significaron bastante para mí. Él perturbó todo pensamiento esperanzador. Recibiría un castigo divino si cobraba venganza por mano propia, dejándome encaminar por sentimentalismos humanos, poco dignos de criaturas servidoras a Dios. Pero no quería controlarme. Transcurría cada pensamiento a los rostros pertenecientes a mis amigos: Scott, viviría siempre durante una constante ignorancia; Allison, mi querida prima; Sebastiën, siempre honesto; Peter, a quien amaba.

La caza fantasma estaba esperándome ahí; inmóvil e impasible, aguardando instrucciones. No tuve que pensarlo dos veces. Les ordené inmediatamente deshacerse de todo cazador infectado con sangre demoníaca. Ellos respondieron levantando sus armas, disparando sin misericordia ni compasión, sirviéndome por, tal vez, última vez.

Mataría brutalmente a Gerard sin importarme recibir un condenado castigo, fundirme en las indeseables llamas del purgatorio. Avancé deshaciéndome de cazadores y hombres, esquivando disparos provenientes de armas doradas, resplandecientes. Todo sentimiento humano estaba prohibido para criaturas divinas. No obstante, florecía frustración y resentimiento en mi corazón; cada paso, uno a uno, manifestaba rencor, instintos homicidas. La caza fantasma yacía resguardándome, asesinando posibles seres inocentes.

Entonces, me abrí camino hacia él. Gerard no se esperó que arribaría abalanzándome sobre su débil cuerpo, impactando bruscamente contra aquellas blanquecinas paredes, manteniéndolo bajo mi cuerpo. Lo mataría. Lo haría pagar por habernos dañado.

— Así que has venido a matarme, finalmente. —Gerard sonsacó una condenada sonrisa irónica, poniendo en prueba toda paciencia. No parecía asustado, en realidad, aparentaba cierta alegría—. Si no acababas matándome tú, lo habría hecho tu madre...

La caza fantasma mantenía al límite seres humanos. En seguida, no contuve aquel puñetazo en su rostro, maldiciendo entre dientes, extrañamente sintiéndome confundida. Quería matarlo. No haría ninguna diferencia comparada con todos los hombres muertos; sangre fresca habitaba entre mis heladas manos, constante recordatorio de mi inhumanidad. Necesitaba salvarlos a todos, protegerlos.

Tenía demasiada rabia habitando en mi interior.

— ¿Cómo te atreves a mencionar su nombre? —pregunté, sintiendo resplandecer mis violáceos ojos, tan impetuosos y atemorizantes—. Te victimizas cuando has cometido tantos pecados. Serás juzgado ante la corte angelical, maldito imbécil. ¡Debí haberte matado cuando pude, algunos años atrás avistando semejantes problemas!

Gerard bosquejó una socarrona sonrisa.

— ¿Y por qué no me has matado aún, Nyx?

Matarlo pondría fin a todo. Matarlo traería paz y tranquilidad a mis queridos amigos; vivirían felices, habitando en una ciudad que siempre amaron por encima de todo. Beacon Hills tenía muchos momentos guardados, memorias inolvidables colmadas de esperanza; historias románticas, honestas amistades, lazos inquebrantables. Si estaba la posibilidad dispuesta a proteger todo daño, aunque recibiese un irremediable castigo por consecuencia, entonces lo haría.

Levanté la mano diestra, acercándola peligrosamente al rostro que continuaba manteniendo un semblante repugnante y superior. Él sabía todo, sabía recibiría castigos peores a la muerte. Gerard reía porque jamás tuve confianza absoluta para controlar mis sentimientos; siempre manifesté actitudes egoístas, irónicas y desequilibradas. Kate, de haber estado ahí, también habría soltado venenosos comentarios.

Era la maldita dinastía Argent culpable de mi entero sufrimiento. Mis padres jamás consiguieron amarme cual única heredera, y debido al inmenso sentimiento de abandono desarrollé una personalidad egoísta, casi sanguinaria. La manada de Scott debió estar ahí. Todos tenían derechos, motivos suficientes para vengarse.

Acabaría con la condenada dinastía Argent, ofreciéndole redención a las generaciones próximas. No hubo arrepentimiento, nunca habría cierta misericordia amparando al condenado viejo. El corazón latía presuroso perturbando el poco oxígeno llenando mis pulmones. La caza fantasma, hablando en voces siniestras, afirmaron no quedaba ningún humano capaz de ocasionarme algún daño, y cerré los ojos.

Incluso después de haber muerto, siendo una criatura divina, terminaría asesinando, cumpliendo paradigmas impuestos por los Argent durante incontables generaciones. Los arcángeles jamás me perdonarían. Si realmente hacía caso a mis sentimientos, nunca más podría encontrarme con Sebastiën o Peter Hale, y no habría una continuación.

Toda una vida estuve buscando amor, y nunca lo hallé.

— «Nyx, querida, ya ha sido demasiado». —oí esa dulce, siempre templada, voz perteneciente a Sebastiën.

Fue demasiado tarde; mis garras blancas bien afiladas estuvieron a tan solo instantes de arrebatarle la vida a Gerard Argent. Sin embargo, el enfurecimiento provocado por cada acontecimiento, alimentado por incontables años, fue desvaneciéndose. No quedó nada. Hubo paz, tranquilidad. Ningún mal pensamiento permaneció conmigo. Mi cuerpo reaccionó buscando aferrarse al propósito de estar ahí.

Sebastiën dijo algo más, pero no pude escucharlo, porque sentí mis extremidades adormecerse, como cediendo ante una tranquilidad repentina. Nunca sentí algo así antes. Noté que mis manos ya no tenían garras blanquecinas; flotaba, sin alas, en una habitación negra, fría y helada. Hubo una silueta recibiendo mi cuerpo, ahora humano.

Pensé inmediatamente que Gerard estaba atacándome con antiguos trucos hechiceros, e intenté llegar a él para asfixiarlo.

Pero cuando estuve a punto de matarlo, todo se volvió blanco. 

𝗟𝗶𝗻𝗮𝗷𝗲 𝗛𝗮𝗹𝗲²Donde viven las historias. Descúbrelo ahora