Nuevo

102 16 22
                                    

Si había algo que detestara de vivir solo, eso era hacer la colada cada finde de semana. Lavar, tender, doblar...y todo, ¿con qué fin? Si después de usar una prenda se repetiría el mismo ciclo interminable. 

Nunca agradecí a mi madre por todo el esfuerzo que suponía trabajar y llevar una casa sola. Mis padres siempre habían tenido un pensamiento antiguo en lo referente a los deberes de cada uno, y en mi casa no se cuestionó el hecho de que solo mi progenitora fuera la que cocinara, barriera y recogiera el desorden que mi padre y yo creábamos. 

Y era cruel, ahora tomaba consciencia de ello. 

Dejé el barreño con los trapos empapados en el suelo, secándome el sudor de la frente. La antigua lavadora que no sabía cómo había seguido funcionando hasta ahora no dejaba de derramar agua con espuma que hacía de los azulejos de mi cocina una trampa resbaladiza y mortal. Me quejé por lo bajo. Aquel día no había comenzado nada bien desde que al despertarme unas ruidosas palomas no me hubieran dejado volver a dormirme y me vi obligado a madrugar la mañana nublada de un sábado.

Mi única salvación de la transformación a muerto viviente fue un café. Como era de esperar, eso tampoco resultó exitoso. Si mi madre me advertía de pequeño que las apariencias engañaban, yo había sido una víctima más de aquel dicho, porque agregarle sal a la bebida en vez de azúcar no habían ocurrido de forma voluntaria, aunque la salinidad del café consiguió espabilarme.

Por último desastre en la mañana –aún eran las 9 a.m. y no sabía como terminaría el día con vida–, la lavadora se estropeó. Mi piso, con apenas unos 48m², no tardó en convertirse en una piscina de agua fría que fue lo que borró el sueño de mi ser, con la humedad calando hasta mis huesos.

Ese no era mi día de suerte. 

—¡Joder!— gruñí al golpearme contra un mueble en la cabeza, buscando trapos secos que usar para arreglar el charco de agua, cuando escuché el tono de llamada de mi teléfono en la habitación.

Dejé que la lavadora siguiera escupiendo agua a su antojo, total, si yo ahora debía adoptar un estilo de vida isleño no tendría ningún problema.

Suspiré aliviado comprobando que la marea no había llegado hasta mi cuarto aún y descolgué la llamada.

¿Qué tal durmió la bella cereza andante?—una voz cuestionó a través de la línea, refiriéndose a mi pelo. La reconocí de inmediato.

—Debe ser que aún no estaba lo suficiente madura, ha sido un desastre de mañana— lloriqueé.

¿Qué ha pasado?— Chaerin sonó preocupada y yo me apresuré en narrarle mis desgracias.

—Déjame mudarme contigo, no soporto más esta vida de ama de casa— supliqué.

Jungkook, si me pagaran por cada vez que me has pedido eso en el último año, ahora podría comprarme la tienda entera de vestidos que vimos el otro día— contestó exagerando, aunque sí era cierto que yo solía pedirle cada fin de semana, cuando me tocaba hacer las tareas del hogar, mudarme con ella—. Además, aún vivo con mis padres y sabes que ellos no llevan muy bien el tema de lo diferente...

—Sí, lo sé— torcí los labios.

Desde que conocí a Chaerin y nos fuimos conociendo con el tiempo sus padres siempre se habían mantenido impasibles conmigo. Me veían como una amenaza para su frágil e inocente niña a la que no observaban como una mujer. Y es que, por ese entonces, no conocían de mi orientación sexual, lo que llevó a mi amiga a darse cuenta de la verdadera forma en la que sus parientes la miraban y no como ella era de verdad.

Los padres de Chaerin no eran mala gente, sino que nunca habían tenido el suficiente tiempo para su hija. Su madre, una prestigiosa economista, acompañaba y dirigía las acciones que su marido y padre de mi amiga había heredado de su familia. La riqueza y fortuna de sus negocios los había mantenido ocupados viajando alrededor del mundo para expandirse y, en ese proceso, se habían olvidado del resto de su familia.

Magister • JikookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora