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Pasaron exactamente 17 días, 15 horas y 42 minutos desde que la señal de guerra se había instalado en mi cabeza. A partir de aquel día, las cosas estuvieron bastantes calmadas, o eso le quise hacer creer a Jimin. Durante las clases, me mantenía en silencio, atento a lo que decía y apuntaba en el pizarrón. Incluso llegué a saludarle amistosamente con la cabeza cuando nos cruzábamos por los pasillos. Le hice creer que aceptaba la derrota, que me quedaría callado aguantando la tortura que las clases extras de física suponían para mí. Para mí y para cualquier estudiante, claro.

Hoy era el día en el que comenzarían a impartirse esas clases y también el día del alzamiento de mi cuerpo armado contra el demonio de hebras cenicientas que tanto aborrecía ver.

Aquella mañana, por cuestiones de estudios, me vi obligado a levantarme antes de que el timbre de entrada a mi primera clase sonara. Era jueves, y por lo tanto tenía dos horas libres a inicios de la mañana.

Solía aprovechar los jueves para quedarme durmiendo o vaguear sin prisa por casa, con una taza de café humeante en la mano y una buena novela en la otra. Pero, como ya había dicho: tenía tarea que hacer. Un informe de tres folios sobre la historia de la ingeniería no se iba a redactar solo. Ojalá. Estuve la hora de antes de ingresar a mi primera clase –por desgracia de física– envuelto en el silencio mañanero de la biblioteca del campus.

Era un lugar amplio y tranquilo. Tan grande que la sala ocupaba un pabellón entero, dividido por unos jardines del resto de la universidad. Tenía un complejo antiguo, ordenadores de la década pasada y sillas chirriantes que causaban ruidos perturbadores al sentarte en ellas. Sí, definitivamente, mi lugar favorito en el mundo.

Yo era un gran amante de la lectura. Desde niño, mi único pasatiempo –a parte del piano– fue perderme entre historias ajenas que yo llegaba a sentir como propias. Amaba esa sensación. Perderse. Flotar. Navegar. Esa era la definición de lo que un libro causaba en mí.

En cuanto a tópicos, debo admitir que las historias policiacas de misterios eran mi debilidad. Era intrigante ver si la persona tras la creación del libro había podido desafiar al lector y haber jugado con él, enredándolo, intuyendo; demostrándose al final cuál de los dos fue el más listo al descubrir la incógnita del libro primero.

Al verme envuelto como amante de la lectura desde muy joven, conseguí desarrollar algo más de inteligencia –sobre todo emocional– que el resto de mis compañeros de clase. Para ellos tener un libro entre las manos era la peor tortura, un castigo. Sin embargo, un mando de la Play, para mí, creaba la misma sensación de extrañeza.

Como iba diciendo, amé los libros, los cuidé e idolatré como mismos dioses. Y, claro, como cualquier lector en esta vida, la pregunta que todos nos hacemos llegó a mí a la edad de 13 años:

«¿Y si escribo yo también?»

Oh, por Jesús. Si supieran cuántas semanas me encontré perdido en mi subconsciente por culpa de esa pregunta pensarían que tengo 40 años de vejez. Pero, al final, todos llegamos a la misma respuesta. «Sí, intentémoslo».

Como cualquier novato, el primer paso es plasmar algo de tu vida en papel, porque para nosotros somos el centro de atención de nuestro mundo. Nuestro personaje principal. Entonces, cuando nos damos cuenta de que nuestro día a día es la idea errónea para una nueva novela, cambiamos. Comenzamos a fijarnos más en lo que nos rodea con la creatividad agarrada de la mano. Imaginamos que, de alguna forma, sabemos todo lo que el mundo ve y piensa. Creamos historias de los transeúntes en la calle, del cajero en el supermercado o, incluso, ¡de nuestra propia tía a la que emparejamos con el cajero! Sí, los escritores novatos nos convertimos en auténticos delirantes al casar a una mujer de 57 años con un chico joven de una tienda.

Magister • JikookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora