Capítulo 9. Matar al Mensajero

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18 de abril

Al despertarme, sintiendo un tenue rayo de sol acariciarme la mejilla, sentí que todo lo que habíamos vivido en Belgrado había sido sólo una pesadilla. No había muerto ningún niño. Ninguna casa había sido destruida. Seguramente la pequeña Milica estaría en un refugio con sus padres y su hermano, a salvo de las bombas, jugando con otros niños.

Me levanté de la cama, descorrí una de las cortinas y abrí la ventana. Hacía un día radiante y fresco. Cerré los ojos y respiré hondo, dejando que la paz de aquella mañana de abril me envolviera. El viento parecía querer que fuese a correr al Parque Gorki, despreocupada, sintiendo que me acariciaba la piel y me revolvía el pelo. Una voz muy débil y dulce me llamaba desde la lejanía. Era un susurro alegre, infantil, que sólo quería jugar. Me senté en el sofá de la ventana, y me apoyé en el marco, y se me escapó un suspiro de tristeza. Tuve la sensación de que los girasoles me preguntaban, volviéndose hacia mí qué me sucedía, por qué no salía a columpiarme entre ellos como de costumbre. Simplemente no me daban las fuerzas. Lo irreal era aquella escena de sueño. Un momento de paz y tranquilidad en un mundo que estaba completamente loco.

El reloj de mi mesilla de noche hizo un leve pitido. Me volví al interior de mi habitación, y vi que ya eran las once. Me volví hacia la cama. Vuk aún dormía, en el lado derecho de mi cama. Me levanté y me senté a su lado. Tenía las mejillas húmedas en lágrimas. Se las limpié, con mucho cuidado, con una caricia. El pequeño se hizo un ovillo en la cama, y vi una leve sonrisa dibujarse en su rostro.

—Vuk, cielo... —le susurré, en un tono maternal.

El pequeño abrió los ojos, y se incorporó en la cama, frotándose la mejilla con la mano. Le puse una mano sobre el hombro. Sonrió, aún medio dormido.

—¿Qué tal has dormido?

—Bien... Más o menos... —respondió, tras un bostezo, recostándose en mi regazo.

Le abracé, y nos quedamos en silencio, escuchando a los pájaros matutinos, mientras la brisa refrescaba mi habitación. Vuk se acurrucó un poco más en mis brazos, y sentí que temblaba ligeramente. Decidí levantarme y cerrar la ventana, y después, cuando me volví a sentar a su lado, le cubrí con la manta. Le puse una mano sobre la frente. Estiré el brazo y decidí ponerle el termómetro. Nos apoyamos en la cabecera de la cama, y Vuk me dio la mano, débilmente. Unos minutos después, el termómetro pitó y comprobé que, en efecto, mi hermano pequeño volvía a tener fiebre.

—Quizá sea mejor que hoy no salgamos de casa —le sugerí, dejándole apoyado sobre uno de mis cojines grandes en la cama.— Necesitas recuperar fuerzas.

—Me parece bien... —dijo Vuk, en un hilo de voz, casi lloroso, con una tímida sonrisa. Le aparté el flequillo y le di un beso en la frente.

—No te preocupes, te pondrás bien, mi amor —le aseguré, guiñándole un ojo.

Bajé al cuarto de baño para lavarme la cara y darme una ducha, y preparar algo de desayunar. Se me ocurrió que quizá un yogur con frutos del bosque fuera lo mejor. Antes de volver a subir, miré en el armario de las medicinas del baño, y ahí estaba mi caja de paracetamol de repuesto. La cogí y regresé a mi habitación. Vuk y yo nos tomamos los yogures en silencio. Cuando Vuk se tomó la medicina, le dije que era buena idea que se quedara en la cama un poco más, y que, cuando estuviera más descansado, ya se daría una ducha y se vestiría.

01:30 de la tarde

Mientras preparaba la comida, oí que llamaban al timbre. No esperaba ninguna visita, ni siquiera de Viktor y Naya. Vamos, ellos aún no sabían que había regresado de los Balcanes. Respiré hondo, bajé el fuego y fui a abrir. Me llevé una grata sorpresa cuando, al abrir la puerta, mi hermana pequeña Natalia se lanzó a mis brazos. Estuvimos así, abrazadas, una eternidad, casi al borde de las lágrimas. Después, Natalia se incorporó, sonriendo, se quitó la chaqueta y la dejó colgada en el perchero de la entrada.

1999: El Fin del MilenioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora