Capítulo 18. Terremoto en Atenas

3 1 1
                                    

7 de septiembre

23:30 de la noche

Si las cosas van mal, recuerda que siempre puede ser peor. Nos habíamos ido a dormir temprano, porque tanto Vuk como Athene y yo estábamos agotados. Nos habíamos pasado el fin de semana completo en Kósovo, yendo de una ciudad a otra, ayudando en los repartos de ayuda humanitaria, rezando por no encontrarnos por sorpresa con el ELK y escapando de ellos con el corazón en un puño cada vez que esto ocurría. Así que al llegar esta noche, creía que por fin tendríamos algo de paz, para poder descansar y recuperarnos. Pero no, por supuesto que no, porque parece ser que Dios cree que realmente no hemos tenido bastante con toda la basura que hemos tenido que tragar este año.

No hacía ni media hora que me había tumbado en el colchón del ático, junto a mi hermano pequeño cuando sentí las tablas del suelo temblar violentamente, haciendo que se me pusiera la piel de gallina. El techo crujía de forma amenazante. Le di un toque a Vuk en el hombro, nerviosa, y él se despertó despacio, y su cara reflejó auténtico terror cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. Bajamos en seguida del ático, y entramos en la habitación de Athene. La griega ya se había levantado y se había percatado de lo que estaba pasando.

—Se está volviendo muy fuerte, será mejor que salgamos de la casa —nos dijo, preocupada.

No perdimos ni un minuto. Según nos acercamos a la puerta, el aparador del pasillo se acercaba traqueteando hacia nosotros. La vasija que tenía encima estaba hecha añicos en el suelo, que se despertigaban por todos lados. Athene hacía lo posible por intentar meter la llave en la cerradura y abrir la puerta, pero con todo el temblor, era como tratar de enhebrar un hilo en una aguja. Vuk se abrazó a mí, en el momento en el que un trueno enorme sonó sobre nuestras cabezas. El techo de la casa se había hundido. Se me escapó un leve suspiro de alivio y abracé a mi hermano con fuerza, dando gracias de haber salido del ático a tiempo.

Finalmente Athene consiguió abrir la puerta, y, haciendo equilibrios para no caernos por lo mucho que temblaba la tierra bajo nuestros pies, salimos de la casa y nos agarramos a la barandilla de la escalera, abrazados los tres, rezando para nosotros mismos que todo dejara de moverse y pudiéramos respirar. Sentía a Vuk agarrado fuertemente a mi pijama, y su abrazo era tan fuerte que casi me hacía daño, pero no me importaba. Le sujeté con fuerza, asegurándole que mientras yo estuviera aquí él no iba a caer. Fueron los cuatro minutos más largos de mi vida. Todo dejó de temblar como había empezado, de forma repentina, y sólo pudo oírse un sepulcral silencio en toda la ciudad de Atenas, profundamente en shock. Poco a poco nos fuimos separando, y Athene consiguió incorporarse, y cerrar la puerta de su casa con llave. Bajamos las escaleras, aún con las piernas como gelatina, y nos quedamos mirando la casa. El techo del ático se había hundido, y podía ver los escombros amontonados desde nuestra posición. 

 —Estupendo... —dijo Athene, con fastidio, poniendo los brazos en jarras.— La última vez que se hundió el techo Atreus y yo tardamos tres semanas en arreglarlo.

—Si quieres, te podemos ayudar —le sugerí, poniéndole mi mano libre en el hombro.— Después de todo, tú nos has ayudado mucho.Athene se volvió hacia mí, y sonrió, apartándose el pelo con la mano, y después se peinó ligeramente, al darse cuenta de que tenía lo bastante alborotado.

Ευχαριστώ —respondió, tranquilizándose un poco. Miró a su alrededor.— Deberíamos ir a ver si hay alguien que necesite ayuda... —añadió, cambiando de tema. Notaba que había vuelto su preocupación y su tristeza, aunque tratara de disimularlo con una amable sonrisa.

Vuk y yo nos miramos y asentimos, y la seguimos. Por suerte, la calle en la que ella vivía no había sufrido grandes daños, y todos parecían estar bien. Varios niños lloraban, y sus padres trataban de consolarlos lo mejor que podían. Aunque había escombros, no eran exagerados. Pero sabía que aquello no podía ser la norma. Según íbamos recorriendo Atenas, deteniéndonos a ayudar a quien lo necesitaba, los daños iban siendo más notorios, más grandes y más difíciles de reparar. Llegamos incluso a una calle en la que se podía ver un pequeño río rojo fluyendo de una de las casas, a la que sólo nos acercamos para tratar de consolar, en vano, a los dos residentes, pues el fallecido era un familiar suyo muy querido, según nos contaron.

1999: El Fin del MilenioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora