—Dios mío, Dios mío —se lamentaba Mary llorando mientras limpiaba la fea herida que William tenía en la sien. Él estaba furioso y cuatro hombres habían debido mantener varios minutos de forcejeos con él para convencerlo de que se sentara y se dejara curar antes de salir en busca de Elizabeth.
Robert parecía desolado, toda la operación desplegada por lady Lancaster en sus propios dominios había sido rápida, impecable y efectiva. Había elegido un momento en que la casa rebosaba de gente y actividad. Las cazuelas hervían en la cocina, las doncellas entraban y salían llevando ropa limpia, bañeras con agua y velas a los dormitorios, mientras un ejército de sirvientes corría por el castillo atendiendo a los invitados mientras que solo a pocos metros, en el momento de mayor trajín, Marian había entrado con su guardia personal y se había llevado a Elizabeth Butler.
«Sabe Dios qué harán con ella», había balbuceado su adorable Jane, con una trágica mirada de dolor en sus ojos, cuando se enteró de la noticia.
Un paje de lord Richmond había encontrado a William malherido en el rosedal. Inmediatamente alertada la casa, el chico había corrido en busca de Robert, quien, aterrado e imaginando lo peor, había llegado hasta el jardín trasero intentando localizar a Elizabeth. Si William estaba en el castillo, Elizabeth siempre estaba con él. Casi al instante, Robert comprendió que alguien se había llevado a la muchacha.
—¡Dame mi espada y ensilla mi caballo! —rugió desde su sillón William con la cara aún ensangrentada. El doctor John Pitt, cirujano de la corte y amigo personal de la familia Forterque, aplicaba en ese momento unos puntos de sutura en la herida que le había provocado uno de los soldados de Marian Lancaster—. Déjeme en paz, John, debo salir en busca de mi mujer. ¡Robert! —volvió a gritar—, trae mi maldita espada y manda a algunos hombres a que vengan conmigo.
—¡Will! —Lord Fitz, un apuesto noble compañero de mil batallas de William, acababa de entrar en la estancia seguido por varios soldados—. Ni rastro de la muchacha, han escapado por la salida norte, eso es lo único que puedo decirte, compañero. Marian debe estar ya camino a Londres. Es mejor que nos pongamos en marcha. Hemos avisado a los alguaciles y mandado un jinete a la corte para que la detengan en cuanto aparezca por Greenwich.
—El problema —intervino Robert acercándose a William suavemente— es que Elizabeth Butler no es tu mujer, y además es una extranjera. Pariente de la condesa
de Lancaster, reconocida por ella ante toda la corte. Sin padre, ni marido, ni un hermano que la reclame delante del Rey, lady Marian es su única responsable y hará jurar al Arzobispo de Canterbury, si es necesario, que tiene todos los derechos sobre la muchacha. Tal vez deberíamos actuar con mayor prudencia, es una lucha inútil si no tomamos precauciones.
William lo miró como si fuese a matarlo allí mismo; por primera vez en todos los años que compartían una existencia común, Robert tuvo miedo del endiablado genio de su señor. Lord Forterque-Hamilton se puso de pie, despachando con un gesto al médico y deshaciéndose de su hermana con un empujón. Los ojos le echaban chispas y los músculos se le tensaron antes de hablar:
—Voy a encontrar a Elizabeth y a traerla a casa antes de que sufra un solo rasguño por parte de esa maldita bruja. Voy a salir por esa puerta y no regresaré si no es con mi mujer, y no voy a tolerar que nadie se interponga en mi camino, Robert. Me importan una mierda tú y tus malditas precauciones; mataré al mismísimo Enrique si osa interponerse en mi camino.
Acto seguido, William recorrió la cocina y a las personas que lo observaban con una feroz mirada antes de tomar la espada y la daga de manos de Peter, su paje, y ponerse en marcha, seguido por una docena de hombres. Mary se desplomó, desolada, llorando, sobre una silla, mientras Robert hacía un gesto de despedida a su esposa, antes de salir tras los pasos de su amigo.

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El Medallón de los Lancaster
Historical FictionUn corcel negro galopa a través del tiempo hacia los sueños de una joven neoyorquina que anhela la época de los caballeros y los torneos. Un hombre guía al caballo y clava su mirada en la joven. La realidad parece sacudir a Elizabeth Butler de su mu...