Siete 🖤

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Al notar un toque en el hombro, Mew levantó la barbilla para facilitarle las cosas a su ayuda de cámara, que estaba afeitándolo por segunda vez ese día. No le gustaba la sensación de inutilidad que despertaba en él el proceso de vestirse y arreglarse cada día. Era absurdo, desde luego. Así había sido toda su vida. Pero ahora que no podía hacerlo él solo, a veces sentía el impulso pueril de apartar violentamente las manos de quien lo ayudaba.
   
Se concentró en la carta que sostenía para calmar sus nervios. El joven de la taberna lo había rechazado por lo que había visto en él. Lo había juzgado un borracho desastrado y sucio, y por primera vez desde hacía siglos, él había lamentado su embriaguez. El joven tenía razón, desde luego. Si valoraba la compañía de aquél joven, tendría que mantener la cabeza despejada para saber apreciarlo. El joven, a fin de cuentas, deseaba que su interlocutor estuviera lúcido.
   
Para demostrarle respeto en su segundo encuentro, tendría que acudir impecable a la cita. Pero esa era una meta que ya no podía lograr por sí solo, de modo que debía sentirse agradecido por lo que pudiera hacer su criado al respecto.
   
Se pasó la mano por la mandíbula recién afeitada. Estaba perfectamente tersa. Se levantó para que el ayuda de cámara le pusiera la camisa, la corbata y la chaqueta, y para que cepillara una última vez su cabello y sus ropas.
   
Después dio tres pasos hacia la puerta, se detuvo, volvió sobre sus pasos, dejó la carta y, recogiendo el retrato en miniatura de su esposo, se lo guardó donde siempre, en el bolsillo de la chaqueta. Le serviría de recordatorio, por si los encantos de su anfitrión le hacían olvidar cuál era su deber. Esa noche pasaría una velada agradable. Pero nada más.
   
Salió de su alcoba, recorrió los diez pasos que lo separaban de la sala de estar, cruzó la puerta y bajó los diez peldaños, hasta la acera.
   
Oyó el carruaje que lo esperaba y sintió el olor del cuero y los caballos. Distinguía vagamente su forma, más clara por los contornos, pero de una impenetrable negrura en el centro. Los atisbos de visión que conservaba aún eran casi más enloquecedores que la ceguera total, pues le daban la vana esperanza de que el cuadro se aclarara de pronto si pestañeaba, o que torciendo ligeramente la cabeza o moviendo los ojos le sería más fácil ver lo que apenas vislumbraba en los márgenes.
   
Se calmó. Solo cuando no se esforzaba por ver claramente era capaz de servirse de la poca vista que le quedaba.
   
Un mozo se acercó a ayudarlo, pero Mew rechazó su ayuda y, palpando la portezuela abierta del coche, encontró el asa, buscó con el pie el escalón y se impulsó para subir al asiento. El hombre cerró la portezuela, le hizo una seña al conductor, y partieron.
   
Para pasar el tiempo, fue contando los giros mientras se imaginaba el plano de la ciudad. No estaban muy lejos de su casa. Más o menos, a la altura de Piccadilly. Siguieron más allá. Avanzaron un trecho más y luego el carruaje se detuvo, la portezuela se abrió y Mew oyó que de nuevo bajaban el escalón. El mismo mozo que se había ofrecido a ayudarlo, murmuró:
   
—Un poco a su izquierda, milord. Eso es —cuando Mew se apeó, añadió—: La puerta que busca está justo delante de usted. Apenas a dos pasos. Luego hay cinco peldaños con un pasamanos a su derecha. La aldaba es un león que sujeta la argolla con la boca.
   
—Gracias —debía acordarse de felicitar a su anfitrión por la agudeza de sus sirvientes.

Con un par de gestos sencillos, aquel hombre había aliviado el nerviosismo que siempre se apoderaba de él cuando se hallaba en un entorno desconocido. Siguiendo sus instrucciones, llegó hasta la puerta y llamó.
   
El lacayo que le abrió también parecía estar sobre aviso, pues fue describiéndole el camino mientras se internaban en la casa y, al abrir la puerta de la sala de estar, le informó de dónde estaban los muebles para que no tuviera que avanzar a tientas.
   
Mew sentía el fuego delante de él, pero se detuvo antes de sentarse. El aire olía a limones. ¿Estaba impregnada la habitación de su perfume? No. Si prestaba atención, podía oír su respiración. Se volvió hacia aquel sonido.
   
—¿Quería tenderme una trampa para que incurriera en una descortesía? Está usted de pie, en el rincón, ¿no es cierto?
   
Gulf soltó una leve risa, y a Mew le gustó su sonido.
   
—No creí necesario que el mayordomo lo anunciara. A fin de cuentas, se trata de una cita secreta, ¿no?
   
Mew se acercó a él, rezando por que algún mueble no estorbara su avance decidido.
   
—Si usted así lo desea.
   
—Creo que lo prefiero así, Mew.
   
Se sobresaltó, y luego se rio de su propia estupidez.
   
—Anoche le dije mi nombre, ¿verdad? Y no obtuve nada a cambio, si no recuerdo mal. Tal vez, si me presento como es debido, usted tenga a bien revelarme algo más.
   
—No es necesario, Lord Jongcheveevat —contestó Gulf—. Aunque no me hubiera dicho su nombre, anoche lo reconocí. Y usted también me reconocería, si pudiera verme.
   
—¿De veras? —se detuvo y exprimió su memoria, intentando casar el sonido de aquella voz con un nombre, o al menos con una cara. Pero viendo que era inútil, se encogió de hombros a modo de disculpa—. Me avergüenza admitir que tampoco ahora lo reconozco. Y confío en que no quiera castigarme guardando el secreto.
   
—Me temo que he de hacerlo. Si le diera alguna pista sobre mi identidad, me reconocería de inmediato. Y esta noche terminaría de forma muy distinta a como deseo que acabe.
   
—¿Y cómo desea que acabe? —preguntó Mew.
   
—En mi cama.
   
—¿De veras? —no esperaba que fuera tan franco—. ¿Y si me dijera su nombre?
   
—Sería un obstáculo insuperable. Podría darle motivos para enojarse conmigo, o despertar en usted una repulsa o una vacilación de las que carece en estos momentos. Lo cambiaría todo.
   
Así pues, era el esposo de algún amigo suyo. Y lo consideraba lo bastante honorable como para no traicionar a un amigo.
   
—Puede que tenga usted razón —o quizá no. Últimamente, su carácter no soportaba un escrutinio muy severo.
   
Gulf suspiró.
   
—Prefiero que me considere un desconocido y que me bese como lo hizo anoche, como si no pensara más que en el presente, y en mí. Como si disfrutara.
   
—Disfruté —contestó Mew—. Y al parecer también usted, si está dispuesto a tomarse tantas molestias para que volvamos a encontrarnos.
   
—Fue muy agradable —repuso Gulf cortésmente—. Y muy distinto a cuanto había experimentado anteriormente.
   
Si descubría que era el esposo de un viejo amigo, quizá no estuviera dispuesto a continuar. Pero tendría que buscar a su marido y echarle un buen sermón acerca de cómo cuidar y atender a su esposo. Aunque, considerando el estado de su propio matrimonio, sería ridículo que diera consejos a nadie.
   
—Me apena oírlo decir eso. Mi forma de besarlo no tenía nada de particular. Está claro que lo han descuidado atrozmente. Y sería un honor para mí enmendar tan craso error, si me lo permite. Labios tan dulces como los suyos están hechos para ser besados apasionadamente, y a menudo.
   
Gulf dejó escapar un suspiro que acabó en un gritito de exasperación, como si se considerara demasiado sensato para dejarse influir por sus palabras.
   
—Pero aún no, creo. Deberíamos comer. La cena está servida en la sala contigua, y no quisiera que se enfriara.
   
—Permítame —tomó su mano y la posó en el hueco de su brazo, preguntándose qué hacer a continuación. El orgullo estaba muy bien, pero ¿de qué le servía si no sabía hacia dónde llevarlo?
   
Gulf advirtió su dilema.
   
—La puerta está frente a usted. Un poco a la derecha.
   
—Gracias —echó a andar y Gulf dejó que lo guiara.
   
Mew deseó a medias haberse hallado en una alcoba al cruzar el umbral de aquella puerta. Así podría haberse librado de la creciente tensión que sentía. Pero no. Sintió el olor cercano de la comida. Gulf no titubeó, de modo que él siguió caminando en línea recta, hacia el borrón que veía delante, y alargó la mano tranquilamente para tocar la mesa.
   
Allí estaba. Tocó la esquina y el mantel. Condujo a su anfitrión hasta una silla que esperaba fuera adecuada y se encaminó al otro lado, buscó su asiento, se sentó y pasó una mano sobre el plato que tenía delante, para familiarizarse con los cubiertos.
   
La tensión que sentía de pronto era completamente distinta. ¿Y si vertía el vino, o dejaba caer la carne en su regazo sin darse cuenta? ¿Y si el joven le servía sopa? Si se ponía en ridículo, tal vez no tuviera oportunidad de llegar a conocerlo mejor.
   
Oyó que se acercaba un criado y olfateó la comida que le servía. ¿Era pescado? O cordero, quizá. Llevaba romero, de eso estaba seguro. Y guisantes frescos, porque olía a menta. Un problema, porque rodarían por el plato si no tenía cuidado. Mejor aplastarlos con el tenedor que intentar darles caza por el plato.
   
Oyó una risa suave al otro lado de la mesa y levantó la cabeza.
   
—¿Qué es?
   
—Mira usted su plato como si fuera un enemigo. Y parece haberse olvidado de mí completamente. No sé si sentirme ofendido, o echarme a reír.
   
—Le pido disculpas. Es solo que las comidas pueden ser un asunto peliagudo para mí.
   
—¿Necesita ayuda?
   
—No, no hace falta —lo humillaba demostrar tan a las claras su debilidad, y ansiaba poner fin a aquel juego y acostarse con él. En cuanto sus cuerpos se tocaran, él vería lo poco que importaba su ceguera.
   
Gulf, sin embargo, ignoró su respuesta, pues Mew oyó que acercaba su silla.
   
—He dicho que no necesito su ayuda —dijo con más aspereza de la que pretendía.
   
Gulf respondió con placidez:
   
—Es una lástima. Porque podría ser muy agradable para los dos.
   
Mew se sobresaltó cuando le tocó la boca con un dedo, apoyando la yema sobre el centro de su labio inferior casi como si fuera un beso. Se acercó la lengua y sintió un sabor a vino.

Engaño placentero 🖤. (MewGulf) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora