Cinco 🖤

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Se oyó entonces un disparo de advertencia, acompañado de un fogonazo. El secretario de su marido apareció de repente y tiró de Mew, apartándolo de él.
   
—Lamento no haber intervenido hasta este instante —dijo con su aplomo de costumbre—, pero estoy seguro de que su excelencia lo prefería así. Y ahora creo que conviene que nos retiremos mientras aún estamos a tiempo —puso otra pistola en la mano de Gulf—. Dudo que sea necesaria ahora que los he asustado, pero es mejor estar preparados.
   
Cargó al conde sobre su hombro y avanzó tambaleándose hacia la puerta.
   
Gulf sostenía la pistola delante de sí, confiando en no parecer tan asustado como se sentía. El arma dio resultado. Al verlo, el hombre que había golpeado a Mew dio un gran paso atrás y adoptó una actitud sumisa.
   
Hyun Joong cruzó la puerta y se dirigió al coche que esperaba. Al verlos, el cochero corrió a ayudarlo a meter al conde en el carruaje.
   
El pobre Mew seguía inconsciente cuando se pusieron en marcha. Quedaba poco para que llegaran a su casa cuando despertó de pronto, alargando la mano como si palpara el aire delante de él.
   
—¿Hyun Joong?
   
—Sí, milord.
   
—Había un joven en la taberna, conmigo. Intentaba ayudarlo.
   
—Está a salvo, señor.
   
Se relajó en su asiento, exhaló un suspiro de alivio y a continuación hizo una mueca de dolor.
   
—Muy bien.
   
Cuando llegaron a su piso, los sirvientes lo ayudaron a subir las escaleras y Gulf los siguió. Se fijó en la mirada alarmada de los criados al verlo aparecer detrás de Mew. Estaba claro que se había descubierto el pastel y que temían que los castigara por haberle ocultado la situación. Al pasar junto a ellos los miró con enojo, advirtiéndoles con el gesto que guardaran silencio.
   
Hyun Joong se encogió de hombros, impotente, abrió la puerta del dormitorio y rodeó los hombros de su jefe con el brazo.
   
—El ayuda de cámara cuidará de él a partir de aquí, se… señor —dudó un momento, no sabiendo qué tratamiento darle—. Buscaré a alguien que lo acompañe a casa.
   
Cuando estuvo seguro de que su marido veía la sombra de su cabeza, asintió. Luego salió de la habitación y cerró la puerta.
   
—Señor Kim —dijo en voz baja, pero imperiosa. Era el tono que utilizaba cuando trataba con empleados que creían deberle más lealtad a su marido que a él solo por ser un doncel.
   
—Milord —Gulf vio que erguía al instante la columna, con aire obediente.
   
Lo miró con enojo.
   
—No me lo había dicho.
   
—¿Que está ciego? Creía que lo sabía.
Era su esposo. Debería haberlo sabido.
   
Como si deseara consolarlo, el secretario añadió:
   
—El servicio tiene prohibido hablar de la dolencia de Lord Jongcheveevat. Él finge que carece de importancia. Y a menudo así es, en efecto. Pero el conde actúa como si las temeridades que hace no supusieran un enorme peligro para él. Y está muy equivocado.
   
Gulf tuvo que darle la razón.
   
—Entre la bebida y la ceguera, no me ha reconocido.
   
—No, milord —Hyun Joong no parecía sorprendido, pero Gulf sintió cierta satisfacción al comprobar que parecía avergonzado por el papel que había desempeñado en aquel engaño.
   
—Los dos nos ahorraríamos un mal trago si dejamos las cosas así. Informará usted a los criados de que, sea lo que sea lo que crean haber visto, lo ha traído a casa un desconocido. ¿Está claro?
   
—Sí, milord.
   
—Cuando haya tenido tiempo de pensar en todo esto, hablaré con él. Pero habrá que esperar a que su mente se despeje de vapores alcohólicos.
   
El secretario rompió su reserva.
   
—Si bien no dudo de que logrará usted lo primero, eso último puede que escape a nuestro control —luego, como si quisiera mitigar su atrevimiento, añadió—: Milord —y le lanzó una mirada de desaliento, como si le doliera traicionar la confianza de su señor—. Ya rara vez está sobrio. Ni siquiera durante el día. Los que llevamos con él casi toda la vida no cesamos de estrujarnos el cerebro, intentando hallar una solución.
   
Gulf pensó en su marido que, en su dormitorio, seguiría apestando a ginebra. ¿Era en realidad tan distinto a lo que había temido? En el fondo, siempre había esperado encontrarlo alcoholizado. En lo referente a sus motivos, sin embargo, se había equivocado por completo. Tocó el brazo del secretario.
   
—¿Cuánto tiempo lleva así?
   
—El mes pasado entero, con seguridad —se tocó la frente—. Es por los ojos, milord. Cuando le fallan, pierde toda esperanza. El ayuda de cámara lo ha oído reírse y decir que no seguirán incordiándolo mucho tiempo. Tememos que haga algo desesperado. Y no sabemos cómo impedírselo.
   
Gulf cerró los ojos y respiró hondo, diciéndose que se trataba de un asunto de estado, nada más. Su corazón ya no tenía nada que ver. Debía recordar sus motivos para ir en busca de Mew, que nada tenían que ver con una posible reconciliación, ni con la pretensión de enmendar su conducta.
   
Pero, pensara lo que pensase sobre cómo lo había tratado, no podía permitir que se matara.
   
—Mi marido tiene la idea de que es lo mejor. Veo tan claramente como usted que es una insensatez. El conde no piensa con claridad, y no voy a permitir que se haga ningún daño. Al menos, hasta que alegue una razón de más peso que su ceguera.
   
«O hasta que me asegure de que mi posición no peligra».
   
Si estaba de veras decidido a acabar con su vida, dudaba que pudiera hacer algo al respecto. Para Mew, él era poco más que un extraño. ¿Qué iba a importarle lo que pensara? Endureció su corazón para defenderse del miedo y el desaliento que empezaban a apoderarse de él.
   
—Mis órdenes siguen en pie. Ni usted ni el resto del servicio deben mencionar que esta noche he ido a buscarlo, ni que he vuelto con él a casa. Que piense que soy un desconocido —pasó junto al secretario y entró en el dormitorio de su marido.
   
El ayuda de cámara pareció horrorizado al verlo aparecer, y Gulf levantó una mano para advertirle. Luego miró al hombre tumbado en la cama. Mew llevaba puesto un camisón y lucía un vendaje improvisado en la sien.
   
—Antes de irme, quería asegurarme de que se encuentra usted bien.
   
Al oír su voz, pareció avergonzarse de que lo viera en aquel estado. Sus ojos marrones tenían la mirada perdida, y de pronto parecía más joven de lo que era.
   
—No le correspondía a usted cuidar de mi bienestar. Como caballero, debería haber podido protegerlo.
   
—Y lo ha hecho —contestó Gulf—. Se defendió muy bien. Estábamos a unos pasos de la puerta cuando lo derribaron de un golpe. Y fue un golpe a traición. Un hombre en pleno uso de la vista no podría haberlo hecho mejor y habría acabado igual que usted.
   
Mew esbozó una de sus sonrisas de siempre, como si intentara disipar su vergüenza recurriendo a una broma.
   
—Mis talentos no acaban ahí, querido —dio unas palmadas a la cama, a su lado—. Si desea acercarse, se lo demostraré encantado.
   
—No será necesario —se detuvo el tiempo suficiente para ver que una arruga de desilusión se insinuaba en su frente—. Prefiero que mis acompañantes estén lavados y afeitados. Y no empapados en ginebra. Pero… —se inclinó para darle un beso en la frente como recompensa. Al hacerlo, sin embargo, se dio cuenta de que aquel beso encarnaría para Mew todo cuanto temía respecto a su futuro. Quería consolarlo, pero Mew interpretaría su beso como un gesto paternal y despojado de erotismo, un cruel rechazo al hombre que había luchado por defenderlo.
   
Así que empujó su pecho, forzándolo a recostarse en las almohadas, y lo besó en los labios. Mew abrió la boca, sorprendido, y Gulf dejó a un lado su cautela y, deslizando la lengua entre sus labios, acarició su interior, como había hecho él antes. Sintió el mismo arrebato de excitación que había experimentado en la taberna, y el deseo de acercarse a él más aún. Pero esa sensación iba acompañada de otra que había experimentado a menudo durante los años anteriores: que en su bien ordenada vida faltaba algo. Y que quizá ese algo fuera Mew Suppasit.
   
Después puso fin al beso y se volvió para marcharse.
   
—Espere —lo agarró de la muñeca.
   
—He de irme.
   
—No puede. No, después de esto.

Engaño placentero 🖤. (MewGulf) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora