Capítulo VIII: Un suspiro que condenó al mundo

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Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

— Jorge Luis Borges, "El Aleph"

Conforme seguía caminando por las adoquinadas calles los recuerdos de Gabriel lo llevaron años atrás. Casi como si las viejas edificaciones de piedra caliza se desdibujaran ante sus ojos. Los tejados azules distorsionaban su forma para evocar el recuerdo de Ariadne. Antes de toda la guerra, antes de que la ya inestable paz sucumbiera. Antes que los grigori secuestraran al zafiro, incluso antes de que descubriera sus sentimientos hacia ella. Apenas podía recordar un mundo antes de todos esos acontecimientos ¿Era posible que existiera todavía algún vestigio de lo que fue?  

Casi podía escucharla, una risa suave y melodiosa como repiqueteo de campana. Podía verla recobrar la compostura y acomodar un mechón de cabello tras su oreja. Gabriel suspiró, sintiendo añoranza por la simplicidad de sus vidas, ahora tan lejanas. La cuidadela se sentía fría, un frío diferente al del clima invernal. El paisaje ante sus ojos parecía deslucido, como si un filtro desaturara los colores. El ángel siguió caminando calle abajo, en dirección hacia el pont Neuf. El camino era flanqueado por árboles desnudos y edificaciones de estilo Haussmann. Una brisa gélida golpeó contra su mejilla haciendo que ladeara el cuello para poder rozar la mejilla con el hombro y así poder recuperar un poco de calor. Al hacer ese gesto nuevamente ella se coló en sus pensamientos, el modo en que ladeaba el rostro ligeramente hacia la izquierda mientras el brillo de una travesura realizada lentamente se apagaba en sus ojos. La inocencia de esa niña moría mientras se paraba erguida y con el mentón en alto. El peso de su destino parecía caer intempestivamente sobre sus hombros y aplacar lo que él consideraba era su verdadera esencia.  

—Un día gobernaré la monarquía de criaturas y solo espero ser una buena reina.

El ángel podía escuchar la voz del zafiro en sus pensamientos con claridad casi abrumadora. Las últimas palabras se repetían como un eco conforme se empezaba a abrir paso entre los presentes que empezaban a aglomerarse. La angosta calle que solo unos instantes había transitado desembocaba en una de las calles principales donde la afluencia de figuras angelicales iba en aumento, por el llamado a las armas. Todos los puentes que unían tierra firme con las isla contaban con seguridad triplicada y en aumento. La cuidad espejo, como se llamaba comúnmente a Loskyd, se encontraba en la Île la cité, una pequeña isla formada por la Sena y que durante años fue llamada la isla de Notre Dame. Los ángeles contaban con diferentes cuidadelas angelicales en todo el globo pero Loskyd, a diferencia de las otras, irradiaba un misticismo único. 

Gabriel luchaba con la creciente aglomeración para llegar al inicio del pont Neuf. Con cada empujón que daba se acercaba más a las salvaguardas, al velo casi imperceptible que impedía a los paganos ingresar a terreno santo. Sin que él fuera consciente, cada paso que daba lo acercaba a ella. Las filas de ángeles que estaban listos para defender la ciudadela parecían no tener fin, sus armas desenfundadas parecían clamar a gritos el inicio de la batalla. Gabriel se preguntó en qué posición estarían sus padres en ese momento. Sacó la mano de los bolsillos de su chaqueta y dejó que los dedos se deslizaran alborotando su cabellera negra. El ambiente se sentía denso y desde su posición podía oír murmullos proveniente de algunos ángeles en sus cercanía. 

— ¿No es ese el vástago de Raphael?— Inquirió una voz no muy lejana a Gabriel. Esta provenía de uno de los ángeles armados que codeaba a otro de los guardias a su lado.— ¡Sí! es él, mira.

— Vaya idiota el estar aquí ¿Ya oíste lo que acaba de pasar en el salón del consejo? Dicen que ha desertado. — Respondió el otro guardia.

Gabriel se limitó a ignorar aquellos comentarios y  empezó a analizar la creciente aglomeración de criaturas paganas. Su presencia irradiaba confianza, ira y una mezcla abrumadora de emociones. El rio fungía de división entre paganos y ángeles pero no parecía ser el obstáculo que detenía la batalla. Gabriel no sabía qué tan cerca se encontraba de Ariadne en aquel momento, de haberlo sabido el ya habría corrido en su dirección. 

Sombra de Zafiro: La última gemaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora