Ni el infierno... Ni el fuego y el dolor son eternos.
—León Felipe
Ariadne ya estaba acostumbrada a aquel ardor en torno a la carne expuesta, al sabor metálico en los labios y, sobre todo, estaba acostumbrada a la fría oscuridad a la que sus captores la sometían. Podía sentir la sangre caer gota a gota de sus nuevas heridas. Estas formaban pequeños charcos que se mezclaban con unos ya secos sobre el piso irregular de piedra. Definir con exactitud qué hora era resultaba ser algo casi imposible. La pequeña ventana con barrotes era cubierta con una especie de membrana oscura que impedía el ingreso de luz o de cualquier visión del exterior.
El frío era algo que ya no podía sentía, su cuerpo parecía vivir dos grados por debajo de la media humana aceptable. Su cuerpo seguía buscando la forma de mantenerla con vida pero la humedad del lugar del impedía respirar profundamente y el moho de las piedras que formaban las paredes no suponía ayuda alguna. El lugar era sin duda antiguo pues su cama constaba de una madera colgando gracias a dos cadenas pegadas a la pared y un pebetero, ese objeto de metal donde antiguamente se dejaban las antorchas; ahí habían instalado un candelero y su mayor lujo era una vela al mes junto a un cuadernillo de hojas blancas y dos carboncillos.
A los Grigori les gustaba jugar con ella y no satisfechos con sus torturas casi semanales dónde hacían nuevos cortes para luego dejarla desangrarla hasta la inconsciencia, tenían la insensibilidad de dejarla sin alimento por largos periodos de tiempo. A sus diecisiete años Ariadne había experimentado más que muchas personas a lo largo de toda su existencia.
— Las personas solo viven cuando se permiten disfrutar de los suspiros causados por acciones.
Se decía en voz alta para no perder la costumbre de usar su voz y, aún más importante, para no sumirse en el silencio absoluto. Con el pasar del tiempo, y debido a la falta de agua, su voz cristalina se tornó débil y quebradiza. En las noches o, mejor dicho, cuando creía era de noche se recostaba sobre la tabla de madera y cantaba la melodía que conocía desde que tenía uso de razón.
Después de tres meses prisionera dejó de contar los días y tomó la hoja arrugada donde marcaba con una línea otro día que pasaba y dibujó con ferviente energía casi extinta el rostro que conocía de memoria.
—Gabriel.
Incluso en aquel momento mientras dibujaba su rostro con ira el nombre del ángel culpable de su encierro resonaba en la habitación con cierto matiz aterciopelado. Conforme la imagen de Gabriel se apoderaba de sus pensamientos se obligaba a odiarlo, recolectaba cada gramo de odio, ira, asco y rencor que existiría en su cuerpo y lo concentró en un único recuerdo. Los ojos azules e indiferentes de Gabriel observando el momento de su captura.
Si poseyera su fuerza habitual a esas alturas sus cabellos azulados estarían flotando y plumas caerían a su alrededor. Sus ojos dorados habrían centelleado y Asenet, la serpiente blanca del cabello de medusa que acostumbraba usar como accesorio, se deslizaría inquieta y seseante de su ante brazo hasta el cuello. Casi podía sentir la frialdad de las escamas contra su piel y poco a poco, conforme terminaba el retrato de quien la traicionó, volvió a calmarse. Sostuvo el maltratado pedazo de papel con ambas manos frente a ella, sus ojos, que alguna vez brillaron como oro líquido, sostenían la mirada a los penetrantes ojos del retrato.
La pesada puerta de madera se abrió con un chirrido producido por el óxido de las bisagras, un rayo de luz iluminó la habitación sumida en la penumbra y Ariadne se vio en la necesidad de parpadear varias veces para acostumbrar su vista a la nueva luminosidad. Una figura se alzaba frente a ella desde el marco de la puerta, era un hombre robusto. Al igual que todos los demás grigori tenía los ojos rojos y marcas negras como tatuajes en el rostro, cuello y brazos. El olor de pato asado llegó hasta la joven de algún lugar no muy lejos de su posición y eso la hizo añorar los deliciosos platillos preparado por las jóvenes consagradas a Hera, la diosa del hogar.
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Sombra de Zafiro: La última gema
FantasyEn el desenlace de una amarga batalla, un ángel le juró amor a una chica marcada por las sombras. Ambos sabían que ella era un libro donde ya se había escrito un final. Trágico final, el que acaba de iniciar. Ángeles y paganos mezclan su sangre...