Capítulo 6.

63 8 2
                                    

—Te espero aquí. —Detiene el coche en la puerta de mi casa y se saca el teléfono del bolsillo—. Tengo que hacer unas llamadas.

¿Va a esperar? ¿Va a esperar fuera de mi casa? No, no puede hacer eso. Joder, seguro que mi abuela lo ha olido ya. Miro hacia la ventana de la parte delantera de la casa para ver si se mueven las cortinas.

—Cogeré un taxi hasta tu casa —sugiero mientras hago una lista mental de las cosas que tengo que hacer cuando entre: ducharme, pasarme la maquinilla de afeitar... por todas partes, ponerme crema, tomarme una copa, maquillarme..., contarle una trola monumental a mi abuela.

—No. —Rechaza mi oferta sin mirarme siquiera—. Te espero. Coge tus cosas.

Hago una mueca de fastidio, salgo del coche y recorro de forma lenta y precavida el camino hasta mi casa, como si mi abuela fuera a oírme si ando más deprisa. Introduzco la llave en la cerradura poco a poco, la hago girar despacio, abro la puerta pausadamente, levanto el pie con cuidado, lista para entrar, y aprieto los dientes al oír que la puerta chirría.

«Mierda».

Mi abuela está a menos de un metro de distancia, cruzada de brazos, golpeteando la moqueta estampada con el pie.

—¿Quién es ese hombre? —pregunta enarcando sus cejas grises—. Y ¿por qué entras a hurtadillas como un vulgar ladrón, eh?

—Es mi jefe —balbuceo rápidamente, y así comienza la mayor mentira de mi vida—. Trabajo esta noche. Me ha traído a casa para que me cambie.

Un halo de decepción recorre su rostro arrugado.

—Ah... —Se vuelve y pierde por completo el interés por el hombre de fuera—. Así no me preocupo por la cena. 

—Muy bien.

Subo la escalera de dos en dos y corro al cuarto de baño. Abro el grifo de la ducha y me desvisto a la velocidad del rayo. Me meto antes de que salga el agua caliente. «¡Mierda!» Me aparto con la carne de gallina y temblando de manera incontrolable. «¡Mierda, mierda, mierda! ¡Caliéntate!» Paso la mano por debajo del agua y deseo con desesperación que se caliente de una vez. «Vamos, vamos».

Después de un rato demasiado largo, ya está lo bastante caliente como para poder soportarlo y me meto debajo. Me lavo el pelo a toda velocidad, me enjabono y me afeito... todo. Atravieso corriendo el descansillo envuelto en la toalla y llego a la seguridad de mi cuarto sin aliento. En circunstancias normales, suelo tardar diez minutos en vestirme, arreglarme un poco la cara y secarme el pelo al aire. Pero ahora quiero estar bien, quiero estar guapo. Y no tengo tiempo suficiente.

«Ropa interior», me recuerdo, y corro hacia mis cajones, abro el primero y compongo una mueca al ver la pila de calzoncillos de algodón. «Tengo que tener algo... ¡algo que no sea de algodón, por Dios!»

Después de cinco minutos de comprobar pieza por pieza, descubro que, en efecto, todas mis prendas son de algodón, y no tengo nada ni de encaje, ni de raso, ni de cuero. Ya lo sabía, pero pensé que tal vez una pieza sexy podría haberse colado en mi armario por arte de magia para evitarme esta humillación. Me equivocaba, pero como no me queda más remedio, me planto mis bragas blancas de algodón. Después, me arreglo el pelo, me empolvo un poco la cara y me pellizco las mejillas.

Ahora observo mi mochila y me pregunto qué necesito llevarme. No tengo lencería ni nada remotamente sexy. ¿En qué estaba pensando? ¿En qué estaba pensando él? Apoyo el trasero en el borde de la cama y hundo la cabeza entre las manos. Mi pesado cabello cae hacia adelante formando ondas sobre mis rodillas. Debería quedarme aquí y aguardar a que se canse de esperar y se vaya porque, de repente, esto ya no me parece tan buena idea. De hecho, es la peor idea que he tenido en mi vida y, satisfecho de haber llegado a esa conclusión, me escondo bajo las sábanas y me cubro la cabeza con la almohada.

A Desired NightDonde viven las historias. Descúbrelo ahora