5. FUTURO, FUTURO...

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Los días siguientes poco tuvieron que ver con mis primeras semanas en la capital. Pasé de compartir el tiempo con mi madre en casa, lo que significaba fregar suelos, rezar más de la cuenta, hablar de temas poco interesantes y estudiar con una mirada clavada en la espalda, a por fin tocar con la punta de los dedos lo que comúnmente se conoce como vida social. No pisar el espacio entre las cuatro paredes de mi habitación desde bien pronto por la mañana hasta casi el anochecer me había devuelto la convicción de que mudarnos había sido la mejor elección para nuestra familia. Atrás dejé los momentos de profunda soledad y tremenda tristeza, para adentrarme en los recovecos de nuevas amistades y en los sorprendentes hallazgos que la ciudad me había prestado en aquella caminata de exploración.

Desde luego, mi madre no pudo contener las ganas de dar curso a una advertencia que, sin embargo, creo que en aquel momento era bastante habitual en las familias que habían vivido varias y espasmódicas etapas en el curso de la historia:

—¡Ten cuidao y a ver con quién ye que te juntas, nena! Aquí un día sales por la puerta, píllante por banda, desapareces y vuelves a casa con el güeyu más morau de lo normal, y una costilla medio rota.

Hombre, la mujer algo de razón tenía, pero por mucho que mi nueva amiga tuviese un pie más en el ideal francés (lo que en mi pueblo se conocería como desvergüenza) que en el nuestro propio, era buena persona y, además, de buena familia. A mi nueva lista de amistades, además de Pepe, el de Discos Dorado, y Fran, su socio, se unió también María, una de las mejores amigas del colegio de Juana. De estas de toda la vida. También de buena familia.

María sí era bastante más recatada y había sido educada en un entorno católico, apostólico y romano, como Dios manda, vaya. Juana me contó que incluso casi termina metida a monja. Al final había optado por la universidad, pero si no lo hubiese hecho, María estaría ya, a aquellas alturas del verano, de camino a Valladolid para enclaustrarse en el Monasterio de las Descalzas Reales.

De hecho, esta no tenía mucho que compartir con Juana, pero era de estas amistades que se forjan cuando eres bien pequeña, y que después, pasen los años que pasen y aunque no tengas en absoluto nada en común, siempre terminas por mantener. Por eso, aunque Juana hubiese cambiado su pensamiento hacia uno más abierto, seguía conservando con María una amistad robusta y, en ocasiones, impenetrable. Yo no la veo desde la universidad, y no creo que vuelva a verla jamás.

Para mí, ambas eran una especie de ángel y demonio que se instalaban en mi hombro susurrándome palabras. Una me animaba a vivir y a abrir las miras, y la otra me instaba a replantearme las decisiones tomadas. Me recordaba que la voz de mi madre me aullaba desde un balcón, que los pecados te convierten en un ser horrible, y que vas al infierno.

Estas dos caras de la moneda me enseñaron cosas importantes para sobrevivir en la gran ciudad, la dualidad del arrojo y la contención. El equilibrio justo para ser feliz con las pequeñas cosas que Madrid me podía ofrecer. La presencia de María en nuestras vidas hizo que todas nos centrásemos en estudiar mucho para la prueba final antes de entrar en la universidad. Ella, al igual que Juana, estudiaría Derecho. El padre de María era un abogado de reconocido prestigio, pues había llevado muchísimos casos relevantes de presos políticos tras la Guerra Civil. Ambas no compartían sus ideales, y esto en alguna ocasión había provocado debates entre ellas. En el futuro, serían indudablemente juristas diferentes. Probablemente, hoy en día se hayan encontrado cara a cara en el juzgado para luchar por sus respectivos clientes. Como enemigas, por supuesto. Aunque también las imagino juntas, tras el juicio, tomando un café con leche tranquilamente en el Café Comercial y debatiendo sobre qué es lo que ha ido mejor o peor en la causa y qué es lo que la una y la otra podrían mejorar de sus discursos.

Juana venía todas las mañanas a mi portón. Me esperaba bajo el despejado cielo y el caluroso verano con sus libros pegados al pecho:

—Madre, me voy a estudiar con Juana. —Esa frase siempre precedía a un beso en la blanducha mejilla de mi madre antes de salir pitando para ir, por supuesto, no realmente solo a estudiar, sino a Discos Dorado a cumplir con el trato que habíamos cerrado con Pepe.

El Sendero de las OrugasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora