3. MADRID, MADRIZ

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Un tiempo después puedo decir que, más o menos, la suerte se puso de mi lado. Una mañana, al ir a comprar el pan que mi madre me había encargado, en la pequeña tiendina de la esquina había una joven sentada leyendo la revista Blanca. Me encantaba ir a comprar el pan porque el aroma a recién hecho de los bollos y los pasteles era para chuparse los dedos. La muchacha, sentada con corrección, lucía un vestido azul precioso que le quedaba justo por encima de la rodilla. Este hecho puede parecer un simple detalle, pero no lo era. Lucir vestidos más cortos del largo permitido por la ley moral de la Iglesia decía mucho de una joven de la época. Manga corta y flecos en el cuello. Tenía un estilo impresionante, envidiable y, además, era lo que comúnmente se entendía como «bastante guapa». Lucía una piel brillante y tersa. Todo lo contrario a mí, que había vuelto a sacar a la calle mi vestido azul marino de flores y mis playeras, y mi piel morena y curtida del campo. Lo máximo que me hacía asemejarme a una señorita de ciudad eran mis pendientes dorados de la comunión.

—¡Mira, niña! —dijo la panadera llamando la atención de la chica—. Si te aburres, ¿por qué no le enseñas un poco el barrio a esta muchacha?

Recuerdo que dije algo muy bajito, para el cuello de mi camisa. Algo como «¿a quién?, ¿a mí?». La chica levantó el rostro y dejó de leer por un momento. Recorrió con su mirada mi cuerpo de arriba a abajo y después siguió leyendo, haciendo oídos sordos.

—No hace falta, Manuelita, pero gracias. ¿Me pone una hogaza normal, como siempre?

Pero Juana (así se llamaba la muchacha), cerró la revista en un estruendo y para mi sorpresa dijo:

—Anda, vamos... —dijo, nada más, para seguidamente levantarse y sacarme casi a empujones de la tienda. Sin hogaza y sin nada.

—Bueno, soy Juana. Encantada. —Se presentó tendiéndome la mano.

—Carlota. Oye... que no hace falta. De verdad...

A esas alturas ya estaba cansada de esforzarme. Tampoco había pasado tanto tiempo, es cierto, pero es más que habitual en una joven de diecisiete años percibir el tiempo en soledad y triste como algo eterno. Por otro lado, la timidez se había apropiado de cierta parte de mi personalidad con aquello de intentar hablar siempre con el diccionario bajo el brazo, y eso que yo hablaba bastante bien.

Hacer nuevas amigas no me apetecía demasiado aquel día, y Juana era tan moderna, tan diferente a mí en apariencia, que sentí un poco de vergüenza y un poco de miedo también. No quería perder el tiempo junto a alguien que estaba haciéndome compañía por pena.

—Nada, no te preocupes, si estaba aburrida. Manuelita es la madre de Paca, y Paca es la muchacha que sirve en mi casa. Hoy estaba enferma y no ha podido venir, así que cuando ocurre eso me bajo con Manuelita a la panadería. Mis padres se empeñan todavía en que me echen un ojo de vez en cuando, aunque este año empiezo la universidad. No se fían de mí.

—Ah. Vale... Pero no tengo mucho tiempo. 

Obviamente, no quería hablar de mí. Solo con saber que Juana tenía servicio en casa, podía imaginarme que no íbamos a tener mucho en común y, sinceramente, prefería reservarme los entresijos de mi humilde vida para embadurnarme en ellos en mi destierro, allá donde nadie pudiese verme.

Me pasé medio recorrido jugueteando con mi vestido. No sé si para taparlo inconscientemente o porque los nervios de volver a conversar con alguien de mi edad se estaban apoderando de mí.

—Bueno... —comenzó a decir Juana, como queriendo iniciar una conversación más fluida—, ¿cuánto tiempo llevas en Madrid?

—Pues, unas semanas. Sí. Llegamos como... a principios de mayo. Sí, a principios de mayo.

El Sendero de las OrugasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora