11. LOS RETRO ZORROS

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—¡Qué! ¿Venís a una fiezsta de verdad o nou? —Volvió a preguntar Jude, esta vez en voz alta para todas.

—Hablad más bajo, escandalosas... Qué manía —intervino María.

Pero Juana no se pudo resistir:

—¿Dónde es esa fiesta? —No era una pregunta. Era una afirmación.

Vamous, Carlota, ¿te atreves? —insistió Jude claramente emocionada.

—No sé...

—¿No decías que había que cambiar las cosas, ser libres y no sé que más...? —cuestionó Juana para fastidiarme.

—Tienes razón... Es una fiesta, ¿qué podría pasar?

—Tú también vienes, ¿no? —Jordanne arrinconó con su energía habitual a María.

—Es una sitio secreta. Pasaremos a buscaros a las nueve y media. En tu casa, Carlota.

Entonces, de nuevo, como solo podían hacer ellas, pusieron rumbo hacia su siguiente destino, dejándonos atrás, solas, mientras caminaban, eternas, fuertes e increíblemente omnipotentes, como si las calles les pertenecieran.

—¡Eh, esperad! —les grité—. ¿Y cómo vamos a ir vestidas? ¡Ahora os toca a vosotras conseguir ropa! —respondí sintiéndome un poco tonta.

No rules, fellas!  Venid comou queráis —dijo Gabrielle haciendo el símbolo de la paz con la mano derecha.

—Después, allí podréis cambiarous. El dueño de la casa a la que vamos tiene de todou.

Decidimos que parecía buena idea que Juana se quedase a cenar en casa. La idea era llamar a sus padres y decirles que nos quedábamos a dormir en la Calle de los Artistas. Y después, marcharnos diciéndoles a los míos que después de cenar habíamos prometido a la madre de Juana que nos quedaríamos allí a pasar la noche.

Nos comían los nervios, también a mi amiga, y eso hacía que mi desasosiego aumentara por minutos. Si ella, siempre tan segura de todo, tan echada para delante, no conseguía controlar su agitación por un evento de aquel calibre, yo estaba literalmente derretida.

Mientras nos comíamos los huevos fritos con patatas que había cocinado madre, veía cómo movía la pierna enérgicamente sin parar. Mi estómago estaba cerrado, pero si no comía se fijarían en que algo extraño pasaba, porque yo siempre, siempre, siempre tenía un hambre de espanto. Después de comerme el último trozo de yema con un gran trozo de pan, me levanté de un salto de la mesa. El reloj marcaba la hora. Juana me imitó.

—¿Ye que ya marcháis, nenas? —Madre no estaba acostumbrada a tanta prisa, ni a que pasase tanto tiempo fuera de casa. Sabía que estaba inquieta y que sospechaba que algo fuera de lo común me estaba ocurriendo—. Si no comisteis ni el postre.

—Ya, madre, es que llegamos tarde —contesté sin mirarle a los ojos.

—Sí, señora, perdone. Es que prometimos a mi madre que la ayudaríamos a cocinar un pastel que tiene que llevar mañana a la parroquia. —Juana me miró cómplice.

A veces alucinaba viendo cómo mi amiga Juana conocía a las personas y cómo utilizaba esa perspicacia, que yo no tenía, para conseguir lo que quería.

—Ah, bueno, bueno. Si ye así, entós, ya podéis marchar.

Y fin de la discusión. Juana y yo, cenadas y sin cambiar, salimos escopeteadas por la puerta. Bajo la ventana no había nadie esperando, pero de pronto escuchamos una voz que nos llamaba desde la calle que cruzaba. Ahí estaba la furgoneta. John de nuevo conducía, y apretujadas conseguimos meternos en la parte de atrás. Eve se había quitado la falda que estos días había lucido tras nuestra visita a Galerías. Llevaba el pelo rizado atado con un pañuelo de colores y un vestido muy corto a juego. Jude, en cambio, iba ataviada con su habitual chaqueta de cuero, unas botas de vaquero y un pantalón corto Levi's. Todas parecían ahora unas muchachas muy diferentes. Volvían a recuperar ese halo de divinidad que yo había visto el primer día en la plaza de toros.

El Sendero de las OrugasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora