29. ¿AHORA QUÉ?

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Encendí la radio para hacer desaparecer la tensión e intentar, además de esa forma, escuchar si había alguna noticia más sobre lo ocurrido. Sobre todo, para estar alerta:

«Sobre las tres y cuarto de la tarde de la víspera, don Melitón Manzanas González, inspector jefe de la Policía y jefe de la Brigada de Investigación Policial de San Sebastián, murió a causa de varios disparos. Un desconocido, del que se sabe poco, produjo varios impactos que provocaron el fallecimiento inmediato del policía de la comisaría de Guipúzcoa...».

«El Gobierno se plantea decretar el estado de Excepción en Guipúzcoa para frenar la oleada de batallas campales y agitaciones de algunos pocos insurgentes...».

Y así fue. Se decretó el estado de Excepción en Guipúzcoa y, después de Navidad, en el resto de España.

Llegamos a Madrid sin problemas. Los controles se agolparon en el norte, colocando su mirada en la frontera con Francia y no tanto hacia el interior. Pero la ciudad se notaba agitada. El ejército había aumentado el número de efectivos y la presencia policial también era mayor, pero nada fuera de lo que por aquel momento yo percibía como común.

Jude aparcó el coche delante del portón de mi casa. Salí del coche para avisar al sereno de que me abriese y coger mi humilde bolsa. Me di la vuelta y me apoyé en la ventanilla:

—¿Subes?

No lo hubiese hecho en otra ocasión, pero las palabras que mi madre me había dicho aquella mañana se me repetían una y otra vez: «Ven, por favor... Venid las dos». Sin embargo, ella cerró los pestillos y dijo:

—Mañana hablamous mejor.

Su voz sonó seria y severa. Su actitud había cambiado en ese viaje, veía de reojo cómo ataba cabos en su cabeza, cómo hacía cálculos. Y sin decir más, simplemente arrancó el coche y aceleró, dejándome allí, abandonada. Sí, abandonada, porque aunque estuviese en la puerta de mi casa, desde hacía tres meses era consciente de que mi vuelta iba a suponer uno de los momentos más duros de los últimos años. Enfrentarme a mis padres sabiendo que no la tenía a mi lado, para que vieran y entendieran esa fascinación que Jude era capaz de provocar, me producía desasosiego y tristeza.

Tardé aproximadamente veinte minutos en subir las escaleras hasta la puerta. Subí y bajé, bajé y subí, me senté en las escaleras, y en varias ocasiones estuve a punto de llamar, pero no lo hice. Hasta que finalmente reuní el valor para timbrar.

La puerta la abrió madre. Abrió y al verme no articuló palabra. Dejó la puerta abierta y retrocedió para dejarme pasar. Ahí estaba, igual que siempre, con su semblante serio y su mirada de hielo, pero vi en el borde de sus labios, lo que aconteció durante unas milésimas de segundo, una media sonrisa de alivio.

—Pedru —dijo ella—. La tu fía.

Entonces se hizo a un lado para dejarme entrar.

—Anda pasa, guaja. Non te quedes ahí pará —ordenó mientras comprobaba que nadie escuchaba en el descansillo.

Entré y encontré a mi padre sentado en el sofá escuchando atentamente la radio. Igual que nosotras, intentaba enterarse de la última hora, aunque por su cara diría que más bien esperaba no escuchar nada nuevo, pues eso significaba que llegaría a casa sana y salva. Cuando me vio entrar por la puerta, apagó la radio y se quedó mirándome un buen rato.

—Al menos volviste...

—Claro, padre, ¿cómo no iba a volver? Iba a volver igualmente en unas semanas para empezar la universidad —dije segura, aunque sabía que no decía la verdad completamente.

El Sendero de las OrugasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora