31. EPÍLOGO

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Cuando conseguí aquel puesto de aprendiz en Arrieta y Wood, quise conocer todo aquello de lo que Jude me había hablado durante nuestro verano juntas, quise averiguar la realidad de las mujeres extranjeras. Quise traer a mis compañeras esa ansiada libertad que se merecían experimentar y que yo no pude tener.

En Estados Unidos pude ver cómo se celebraba una misa. No es que creyese en Dios, pero quería verlo: no había velo ni tampoco mangas largas cubriendo muñecas o cabezas que supusieran un escándalo. El párroco podía casarse también.

Grité hasta desgañitarme en varias manifestaciones reclamando los derechos de mis compañeros y compañeras, hasta conseguimos en una votación que se eliminara de la lista de enfermedades psiquiátricas admitir ser homosexual. Eso fue en Estados Unidos, porque en Europa no la eliminaron hasta los años noventa.

En Holanda conocí el control de natalidad y la oportunidad para algunas mujeres de elegir si querían ser madres o no. ¡Elegir! Como habían dicho las americanas. Pude ver las pastillas y tocarlas, y confirmar que existían y que no eran objeto de la imaginación de aquellas que quisieron ir más lejos y romper las cadenas prisioneras del hogar.

Al morir Franco, España también cambió, pero muy poco a poco. Entonces decidí dedicarme a la defensa de la comunidad aquí. Recuerdo la alegría al celebrar en 1978 la abolición de la Ley de Peligrosidad y Reforma Social, y también una revuelta en Barcelona el año anterior, en la que acabamos a mamporros con los grises, ¡para variar! Por aquel entonces ya no tenía miedo de ir a la cárcel, de que me detuvieran o de que me dieran un puñetazo. No tenía miedo a nada. Bueno, sí, mi único miedo era volver atrás.

Escribí libros. Muchos. Algunos sobre mis viajes, otros sobre leyes y filosofía. Nunca me casé ni tuve hijos y he sido extremadamente feliz. Completamente feliz. Puedo afirmar que la vida me ha dado mucho más de lo que tenía reservado para mí, y que yo le he dado al mundo muchísimo más de lo que se esperaba de una niña pobre, casi sin recursos, de un pueblecito remoto y brumoso de la Cuenca Minera.

Hace unos días, al encender la televisión, una televisión muy distinta, en color, con ciento y la madre de canales, en un servicio poco popular que casi nadie ve porque Netflix o HBO han robado su acaparado terreno, vi una noticia que me llevó a sentarme frente a mi ordenador en mi viejo escritorio. Una noticia que me zarandeó de la punta de los pies hasta el último pelo canoso de mi cabeza, que me devolvió la piel de gallina, arrugada, pero de gallina, y la estabilidad del tembleque de mis manos para escribir. Algo que me empujó a dejar constancia de la existencia de Jude Lawson por escrito, y que con mucho gusto mi editor Juancho publicará algún día.

«Jude Lawson, la cantante principal de Not Fooled, ha muerto a los 76 años. Desde Estados Unidos ha dejado una herencia importante y potente al mundo de la música. Fue la primera mujer cantante de un grupo de rock autodeclarada homosexual y una de las primeras en defender los derechos de la mujer a nivel internacional. Su familia y las aún supervivientes de la banda presidirán un evento en su honor el sábado por la tarde en la ciudad de Nueva York, donde la artista había establecido su residencia desde hacía...».

Mientras veía a Pedro Piqueras hablar sobre la muerte de Jude sonó el teléfono. Lo cogí rápidamente pensando que era Juancho, que solía llamarme sobre esa hora. Hacía exactamente cincuenta y dos años que no hablaba de Jude. De hecho, nadie, excepto aquellos que la vivieron conmigo, conocieron esa parte de mí. Necesitaba consuelo. Necesitaba alivio y Juancho era el único que podía entender la importancia que tenía para mí.

—¿Señora Martín Rubiou? —preguntó una voz que no era la de Juancho, sino una mucho más joven y con un acento del sur de California.

—Sí, soy yo, ¿diga? —respondí aún consternada por la noticia que acababa de recibir.

—Hola... Sí, mire, soy Josh Lee. Le llamou desde New York...

—¿Josh Lee? —repetí—. No me suena...

—Josh. Soy... —Hizo una pausa y carraspeó—. Soy el hijou de la señora Lawson.

—¿Jude?

—¿No es usted la señora Martín Rubiou?

—Sí, sí, perdone. Dígame —dije agarrando el teléfono móvil muy fuerte, con las dos manos.

—La llamo porque, buenou... Ya se habrá enterado. Mi madre... Mi madre falleció hace unos días. Aunque hoy hemos enviado el comunicado y...

—Sí... Acabo de verlo... Acabo de verlo por televisión —dije todavía confusa—. Lo siento mucho por ti, Josh...

—Gracias, Carlota. Se lo agradezco muchou, de verdad.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Lee?

Buenou... Sé que está usted muy lejous, pero... mi madre en su última voluntad dejó algou para usted... ¿Podría venir a su despedida este sábado?

—¡¿En Nueva York?! —exclamé.

—¿Supone un proublema? —Josh parecía muy interesado en que me sintiese cómoda para acudir al evento. Fue muy amable.

—No lo sé. Estoy en España... Oye, ¿pero cómo ha conseguido mi número?

—Nos... Nos han llamadou desde España. Juanchou González, ¿puede ser? Nosotros tenemos su dirección gracias al mánager de mom, pero no su teléfono móvil. Creou que la estuvo buscando durante meses.

—Ah, sí... —respondí atónita—. No se preocupe, allí estaré entonces. ¿Le doy mi dirección de correo electrónico y me manda la información por escrito?

—Sí, le envíou un email esta misma tarde con todous los detalles para que pueda llegar sin problema. Los billetes de avión también corren a nuestra cuenta.

—No será necesario. Vale, bueno, pues, gracias, Josh y, de nuevo, siento mucho lo de su madre.

—Gracias. Estaba enferma ya desde hace algunous años y... Buenou, también me ha pedido que le envíe algo. Se lo envié hace ya unous días. ¿Ha recibido un paquete, por casualidad?

—No lo sé... Tengo varios paquetes en la entrada sin abrir. Los deja mi portero... Y bueno, no lo he visto, la verdad.

—No se preoucupe. Ya me dirá. Le mandou entonces los detallezs esta tarde por email, ¿de acuerdo?

—Estupendo. Gracias.

—No. Gracias a usted, señora Martín Rubiou.

Colgué el teléfono despacio y fui a buscar el paquete. El tembleque de mis manos volvió. Vi el paquete. Un paquete entre los cinco que había acumulados. Me costó abrirlo, así que fui a la cocina para coger unas tijeras y cortar el celo. Lo agarré y lo levanté. Era aquella gran caja que había recibido hacía dos días: «Josh Lee. 295 E 8th St, East Village, New York».

Cuando sostuve el embalaje, cerré los ojos y la vi. La vi saliendo de esa enorme iglesia, dejando caer el velo negro, huyendo a cámara lenta, dando zancadas que solo alguien con vaqueros puede dar, con el pelo al viento y un gesto de triunfo en el rostro.

Abrí la caja y ahí estaban: una vieja chaqueta de cuero que debí quedarme y que se fue con ella y un single de The Beach Boys. Aquel donde se puede escuchar Good Vibrations. Sin censura.


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