CAPÍTULO 12

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Scarlett.

Un estridente pitido resuena por la habitación, cosa que ya me pone de mal humor.

«Las mañanas no son lo tuyo.»

Sí, odio las mañanas. Las considero un invento del demonio.

Sumando mi opinión al hecho de que anoche me bebí hasta el agua de los floreros y que ahora tengo una jaqueca impresionante, estoy todavía de peor humor.

Gruño en protesta, porque el pitido de mi alarma no deja de sonar y retumbar en mi cabeza, agravando el dolor que me aplasta las sienes. A regañadientes me levanto para apagar la dichosa alarma que no se calla. Nada más poner un pie en el suelo soy consciente al 300% del dolor de cabeza que tengo. Presiono el botón de apagar que brilla en la pantalla de mi móvil y abro el cajón, buscando a tientas una pastilla que me pueda quitar este dolor de cabeza.

Cuando la tengo, la guardo en mi puño y abro la puerta de mi habitación, teniendo que entrecerrar los ojos para no morir desintegrada porque la luz penetra con tanta fuerza en mis pupilas que siento que se me van a derretir los ojos solo por contactar dos segundos con la luz del Sol.

Bajo las escaleras que llevan a la cocina, dirigiéndome directamente al armario donde guardamos las tazas y los vasos para encontrar algo en lo que servirme agua para tragar la pastilla. Cojo un vaso al azar y abro el grifo para llenarlo con agua. Una vez lleno, meto la pastilla en mi boca junto a un sorbo largo de agua, para tragar ambas cosas al mismo tiempo.

Noto el efecto de forma casi inmediata. No sé si es por la pastilla, o porque tenía tanta sed que pensaba que estaba casi totalmente deshidratada. Al menos ahora no tengo la lengua pastosa y puedo pensar con un mínimo de claridad.

No sé si poder pensar es una bendición o una maldición en estos momentos, porque mi cerebro empieza a hacer un pase de diapositivas con todo lo que pasó anoche. Todo lo que bailé, todo lo que bebí. Y el acontecimiento estrella: besé a Atila.

La gente no se equivoca cuando dice que soy demasiado impulsiva, sobre todo cuando no estoy en mis cabales. Si hubiera estado sobria, no lo habría hecho bajo ningún concepto, pero a mi yo ebria le pareció una gran idea darle un beso en los labios a mi amigo.

Me muero de vergüenza. No sé si podré mirar a Atila a los ojos hoy, esta semana, o lo que queda de vida.

¿Y si lo ha molestado? ¿Y si tiene novia y he provocado que se peleen por eso? Me va a odiar, lo tengo claro.

Al menos así era con David. Si él no quería, no podía ni pensar en darle un beso en la mejilla. Si lo hacía, se enfadaba conmigo y dejaba de hablarme hasta por semanas. A veces me daba hasta miedo darle un beso, porque nunca sabía si lo que iba a hacer le molestaría o no, y no quería cagarla ni hacer que se enfadara conmigo.

«Deja de pensar en el mugroso de David.»

Lo mejor sería dejar de darle vueltas al asunto, no pensar más en el beso ni en nada de anoche. Fingiré que tengo amnesia o algo por el estilo y haré como que lo de anoche no pasó.

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Esta mañana al ir para tomar el bus cambié de acera distraídamente cuando vi a Atila caminar en mi dirección para llegar a su coche. Fingí que prefería buscar la sombra en vez del Sol.

Cuando me lo he cruzado por los pasillos, me he parado a hablar con un chico que estaba en una taquilla, fingiendo que lo conocía.

Así me he pasado la mañana, viendo a Atila de lejos y huyendo de él lo más rápido posible.

YOU ARE MY SUNSHINE (español)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora