Capítulo 2: Sumergidas

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A su mente todavía le costaba aceptar los últimos acontecimientos. El nuevo instituto se le antojaba demasiado distinguido y, tras el cierre del hospicio, ahora se veía obligada a vivir en él.

El día anterior, Helena y ella habían dejado sus pertenencias en la habitación y a Kinu la situación le seguía pareciendo irreal, como si ella misma no formara parte del mundo que la rodeaba. Sin embargo, ahí estaba ahora, sentada en el aula, con la mirada fija en ninguna parte mientras el profesor señalaba golfos en un mapa y Lin descansaba sobre su mochila.

El timbre sonó, y Kinu buscó con la mirada a Helena en una de las últimas filas. La rubia cogió sus cosas y se dirigió hacia su amiga con el horario y un plano del centro en la mano.

—Vale, ahora tenemos clase de educación física —explicó ella, haciendo un esfuerzo sobrehumano para que las libretas y libros no se le escurrieran de entre los brazos mientras le mostraba el horario—. Tenemos que coger la ropa de deporte en la taquilla.

Kinu suspiró con desgana y cogió parte de la carga de su amiga.

—Me parece estúpido no poder ir a clase con la ropa de deporte. También es un uniforme.

Helena, dubitativa, no sabía qué responder.

Llegaron a las taquillas, donde ambas dejaron los libros de las próximas clases y cogieron una pequeña bolsa de deporte... o al menos Helena lo hizo. Kinu se le acercó, inexpresiva como una sombra.

—Olvidé preparar la bolsa, dejé el chándal y los tenis en la residencia.

Helena apretó los labios y puso los ojos en blanco.

—Claro, para qué vas a hacerme caso cuando te digo que prepares las cosas el día antes —se quejó.

—¿Para qué va a hacer caso a nadie? —añadió Lin con sorna y una pequeña risotada, a lo que la chica respondió con un movimiento de mano, como quien espanta una mosca. Kinu había pensado muchas veces que, si Helena pudiera escuchar a Lin, serían uña y carne. A veces podían llegar a ser igual de pesadas.

—Id al gimnasio —finalizó Kinu—. Nos vemos allí.

Salió del edificio principal dejando atrás a sus amigas. Bajó las escaleras a toda velocidad y atravesó el patio y el jardín hasta llegar a la residencia. Allí cogió su equipación deportiva, la guardó en la bolsa y se aseguró de cerrar bien la puerta de la habitación. De nuevo salió corriendo y, justo cuando bordeaba la fuente para tomar el camino que la llevaría de vuelta al edificio principal, tropezó bruscamente con algo más grande que ella.

O alguien.

El choque, sumado a la velocidad que llevaban sus piernas, hizo que perdiera el equilibrio y cayera de espaldas al suelo. Los huesos del coxis se llevaron la peor parte. Al alzar la vista, ceñuda, vio frente a ella a un chico alto y pálido, de cabello corto, oscuro y despeinado. Estaba apoyado contra el bordillo de piedra de la fuente y su expresión denotaba una clara sorpresa.

El muchacho se incorporó. Justo cuando parecía a punto de tenderle la mano a Kinu, ella se puso en pie y sacudió la falda con un par de golpes en el trasero. Miró al chico a los ojos, molesta.

—¡Mira por dónde vas!

Se marchó sin prestarle mayor atención. Ni siquiera le escuchó responder que estaba prohibido correr como las gacelas.

Por fin llegó al gimnasio, detrás del edificio principal, y se cambió en los vestuarios. Por suerte para ella ya no quedaba nadie en ellos. Quizás era su imaginación, pero tenía la sensación de que todo el mundo la examinaba cuando se cambiaba en público, como si su pequeño y flacucho cuerpo cubierto de moratones fuera un gran misterio por desvelar. Cuando terminó, se reunió en el campo con el resto de la clase.

Portales en la nieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora