CAPÍTULO 35

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Ellen's Stardust Diner era el último sitio del mundo al que pensé que Alí me llevaría. No ya con su nueva condición de prófugo de la justicia, sino en general. Era un restaurante con una carta poco variada —aros de cebolla, quesadillas, nuggets... clásicos americanos sin ningún encanto especial— y casi exclusivo de turistas. Ningún neoyorquino repetiría la experiencia de sentarse a picar algo y que los aspirantes a bailarines de Broadway le dieran coletazos en sus giros. Ese era el encanto del restaurante: los camareros, vestidos con uniformes de los años cincuenta, se ponían a bailar o cantar, siguiendo los guiones clásicos de los espectáculos teatrales de la zona.

En cuanto reconocí la forma de sus hombros en una mesa apartada, apreté el paso con el corazón en un puño. Al menos había elegido la noche para salir. Podría camuflarse con la oscuridad del local, solo atenuada por las luces de neón que se habían colocado en puntos estratégicos: esos donde los bailarines podrían ejecutar sus movimientos y cantar sus canciones sin temor a resbalar.

—¿Estás loco? —mascullé en cuanto lo tuve al alcance de la mano, atacada de los nervios. Rodeé la mesa y tomé asiento, aunque en el borde, por si tuviéramos que echar a correr—. ¿Por qué me has citado aquí? ¿Es que quieres que te metan preso?

Alí tenía las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Cuando alzó la vista, casi me tuvo de nuevo a sus pies.

Se había rapado la cabeza.

Me miró de hito en hito, como si buscara algún rasguño en la piel que mi ropa dejaba a la vista. Me había arreglado a conciencia para que mi padre no sospechara. Se había creído que pretendía reunirme «con mis amigas» en un restaurante de lujo, algo que le había alegrado de corazón.

—Tienes cara de no haber comido en días —fue lo primero que me dijo.

—¿Y para eso me has traído aquí? ¿Para darme de cenar? —espeté, irritada—. Supongo que invitas tú. Total, no es como si te hubieras ganado con sudor y esfuerzo el dinero que tienes en el bolsillo. Más facilidad tendrás para gastarlo.

—¿Quieres algo de comer?

Pestañeé, perpleja.

—No, Alí, no quiero nada de comer. Quiero una explicación. Y deberías dármela en otro sitio, uno en el que no puedan reconocerte.

—No me van a reconocer. Está repleto de extranjeros, ¿no lo ves? He elegido este sitio porque la gente se queda hipnotizada viendo a los artistas.

Miré alrededor a desgana, confirmando lo que había dicho. La mezcla de idiomas que se escuchaba si uno aguzaba el oído le daba la razón. Los camareros todavía tomaban nota, pero en cuanto estuvieran listos los platos, empezaría la fiesta.

—Estaríamos más cómodos en otro lado —insistí aun así, con el rostro tenso.

—¿En tu suite? ¿En mi casa? Son zonas acordonadas. Uno siempre está más seguro en el ojo del huracán. Ahí no te lleva el viento.

—Estarás más seguro tú. ¿No te has parado a pensar en que, si nos pillan, podrían llevarme a mí también a comisaría por colaborar contigo?

Alí me miró con sorna.

—Por supuesto que no te llevarían a ninguna parte. Se espera que colabores conmigo. Y si te tocara algún poli más imbécil de la cuenta, tienes a tu padre para que te saque del atolladero y cualquier psicólogo podría diagnosticarte el síndrome de Estocolmo, por mencionar uno.

Él ya había pedido una Coca-Cola. Le dio un sorbo sin verterla en el vaso, directamente de la boquilla del botellín. Era algo que solo le había visto hacer a él.

Soy un premio; GÁNATELO. Un retelling de AladdínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora