CAPÍTULO 10

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Seguí pensando en el engaño de Alí toda la tarde y también al día siguiente, cuando me tocó atender labores filantrópicas en nombre de mi padre.

No era que no me interesaran las grandes obras caritativas. Me importaba a dónde iba a parar el dinero y los milagros que este podía hacer en los barrios que el Estado desatendía. Solo me desalentaba recordar el propósito individualista de quienes participaban en esa clase de iniciativas. Mis conocidos pretendían elevar su nombre; recordar a la gente que su superioridad no era solo económica, sino también moral.

Reconozco que las primeras veces me presenté en las reuniones de organización llena de ideas para cambiar el mundo. Quería contagiar mi entusiasmo a la asociación. Después me di cuenta de que había sido una cría ingenua, y de que el panorama distaba mucho de ser como mi padre me describió para animarme a tomar partido. Apenas se podían contar con los dedos de una mano a los que de veras se preocupaban por los menos privilegiados. La mayoría de las almas generosas que se ofrecían como anfitriones de las fiestas solo querían una excusa para hacer un tour por sus fabulosas mansiones.

A raíz de amargas decepciones con los supuestos filántropos de la ciudad, me convertí en una cínica insoportable, lo reconozco.

Lorelei Chaston nos había citado a Sherlyn, a Ginnifer y a mí en el famoso Crown Shy del distrito financiero para ultimar los detalles de la subasta que estaba al caer. En unos pocos días se pondrían a disposición de un amplio público —un público forrado, por supuesto— una serie de modelitos exhibidos en películas, desfiles y alfombras rojas que sus diseñadores y propietarios habían cedido para la recaudación. El dinero se destinaría a un proyecto de viviendas de protección social en Manhattan. Eso sí: en una zona muy apartada de los barrios por los que la élite se movía. Sherlyn, Ginnifer y Lorelei —y también la ausente Adelaida— eran ángeles caritativos en público, pero en privado no querían «gentuza de estratos sociales inferiores» pululando cerca de sus lujosos áticos, sobre todo a riesgo de que sus barrios ahora en auge perdieran su valor de mercado. Sherlyn en concreto llevaba refiriéndose a los inquilinos de estos refugios estatales como «los pobrecitos» desde que nos habíamos sentado, y aunque solo llevábamos media hora discutiéndolo por encima, ya estaba cerca de desquiciarme los nervios.

Sherlyn era la misma que se negaba a pronunciar la palabra «negro». Añadía ese condescendiente y ridículo «ito». Así, una palabra que en su mente era un insulto, sonaría mucho más light. Pero los «negritos» pasaron enseguida a un segundo plano, porque aquello era una excusa para poner sobre la mesa los cotilleos más jugosos de las últimas jornadas.

—Me dijo Adelaida que ayer conociste al señor Alí —comentó Sherlyn, entrelazando los dedos sobre la mesa. Su recién adquirido anillo de compromiso, de Tiffany's, por supuesto, brilló intentando llamar la atención—. Qué bien que el hombre cumpliera al fin su sueño. Se sabe que llevaba un tiempo buscando la mejor manera de presentarse ante ti, Jasmine.

Debería haber imaginado que aprovecharían el almuerzo para hacerme una encerrona.

—No la buscaría lo suficiente, porque no solo no la encontró, sino que acabó presentándose de la peor manera.

—¿Por qué dices eso? ¡Es un hombre carismático y muy atractivo! —se animó Lorelei—. Muy jovencito para mí, eso sí.

«Y muy imbécil para mí. Un mentiroso y un aprovechado».

—Pero si tu marido tiene solo un par de años más que el señor Alí. —Se rio Ginnifer.

No hice ningún comentario al respecto. Estaba acostumbrada a hacerles pensar que participaba en la conversación cuando en realidad no hablaban conmigo, sino que estaban hablando de mí delante de mis narices. Me limitaba a asentir mientras removía la aceituna del martini con aire distraído.

Soy un premio; GÁNATELO. Un retelling de AladdínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora