I. Bruce Yamada

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Eran alrededor de quince cajas de diferentes tamaños, formas y texturas mal apiladas a lo largo del nuevo hogar de los Blade.
La menor, Riley. Tenía dos opciones.

Acomodar las cosas de adentro o, salir con la excusa de conocer el nuevo vecindario.

Ninguna era lo suficientemente llamativa para hacerla.

Suspiró con pesadez mientras estiraba su rostro molesta por su indecisión. Pateó la primera caja que se le presentó y se aproximó a tomar el picaporte de la entrada principal.

—¿A dónde vas?— preguntó su madre sobresaltado a la menor quién no había reparado en su presencia.

Ahí estaba. Con su cuidada y abundante melena castaña recogida en una coleta alta, vestida con una camisa a cuadros y un pantalón oscuro pronunciando su figura curvilínea que ocasionaba un aire más juvenil en ella. A pesar de sus delicadas facciones y quizás arrugas invisibles al ojo humano, su físico le resultaba tan encantador como imponente.

—¿Es muy pronto para conocer a los vecinos?— le dedicó una sonrisa torcida sin darle tiempo a responder y salió.

Riley estaba conciente de que Eloise no le había creído su ridícula pregunta, pues estaba al tanto de que su hija no era alguien a quien le gustaba andarse paseando por las calles y hablando con extraños. Sabía que por mucho caminaría la distancia de dos casas y regresaría resignada a desempacar.

Apenas cerró la puerta tras ella, la brisa gélida chocó contra su cuerpo ocasionado un escalofrío. Respiró la mezcla de aromas que de inmediato inundó sus sentidos.

Canela. Tierra mojada. Un pastel siendo horneado en algun lugar cercano.

Comenzó su recorrido sin perderse de detalle alguno.
Las casas tenían tonos marrones, beige y blancos con bonitos patrones y césped recién cortado.
Arboledas rodeando, la falta de sol en el camino y la presencia de algun niño afuera.
El caminó le empezó a parecer frívolo e incómodo pues le trajo los recuerdos de su antiguo pueblo y la notoria diferencia que había entre estos.

Allá el sol estaba presente casi a diario. Era de lo más normal ver a infantes y jovenes en sus bicicletas molestando a los ancianos. Las casas eran más coloridas, sus habitantes disfrutaban sus tardes en los parques; y a ella sobre todo, le gustaba pasarlas con sus amigos en la cantera.

Se detuvo.

Su madre no ganó está vez.

Riley caminó dos cuadras en cinco minutos que le habían parecido horas.
Se dispuso a regresar a un paso más lento con sus manos metidas en las bolsas de su abrigo y cabeza encorvada.
El crujir de las hojas golpeadas por el viento y uno que otro pajarillo se escucharon restándole incomodidad al clima.
Saltaba de línea en línea tarareando un melodía inaudible hasta que un par de suelas comenzaron a golpear el pavimento.

Sus oídos alarmaron a su cuerpo de que estaba en peligro, aunque ni si quiera se hubiera molestado en mirar atrás. En su lugar, poco a poco agilizó sus pasos hasta que comenzó a correr a la par que en su mente ya existían las pancartas con su nombre en un poste con la palabra de desaparecido.

Tonterías, Riley.

Ella no dejaría que eso sucediera.

La figura la seguía a su mismo pasó, haciendo el fallido intento de alcanzarla.

La carrera llegó a su fin cuando los cordones mal amarrados de sus zapatillas la volcaron sobre el pavimento ganándose un buen golpe en su sien.
Y cualquiera podría pensar que lo primero que haría sería sobarse o continuar con el camino, pero con inteligencia empuñó una piedra de mediano tamaño y giró para estrellarla contra el sujeto que tenía detrás.

𝐓wo 𝐁lack 𝐁alloons → R. ArellanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora