Carta Ilegible

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Capítulo 8.

El sofá me recibe como un viejo amigo, sus cojines acogiendo mi cansancio y confusión. El techo se convierte en un lienzo en blanco donde mis pensamientos proyectan sus sombras.

La calma se instala, pesada y densa, mientras cierro los ojos y busco refugio en la oscuridad detrás de mis párpados. Pero la paz es pasajera; la pregunta sobre la llave de repuesto se cuela en mi mente, una duda persistente que me hace cuestionar las intenciones de Stiven.

¿ Buscaba acaso añadir un toque teatral a su entrada no anunciada ?

La voz de Stiven, una réplica fantasmal en mi cabeza, me saca de mi ensimismamiento y me levanto, sacudiendo la cabeza como si con ello pudiera deshacerme de la ilusión auditiva.

Después de ducharme y comer algo ligero, me dirijo desde la sala hacia el pasillo de mi habitación. Sin embargo, el destino tiene otros planes y una carta misteriosa se desliza desde mi bolso. La recojo de la mesita de cristal, notando cómo su superficie lisa y fría contrasta con el papel cálido y flexible en mis manos.

No tiene nada escrito en la parte de afuera. — Murmuro al vacío, llenando el silencio de la habitación con mi voz.


Descarto rápidamente que sea obra de mi hermano o mi madre; no es su estilo y, además, no están cerca en este momento. Raquel tampoco parece una candidata probable.

Despliego la hoja de papel, que revela caracteres desconocidos, un idioma que escapa a mi comprensión. Dedico minutos, que parecen horas, intentando descifrarlo, pero es inútil. Un suspiro de frustración se escapa de mis labios y dejo la carta sobre la mesita, resignada a su ilegibilidad.

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El reloj, fiel a su deber, marca la hora de mi despertar. El sonido incesante del despertador, cual un lamento persistente, se desliza desde la mesita de noche hasta mis oídos. 

Con un gesto mecánico, detengo el sonido estridente, cuyo eco persiste en la penumbra de la habitación. Estiro mi cuerpo, intentando desentumecer los músculos que gritan su protesta, y un bostezo escapa de mis labios, como otro grito silencioso de rebeldía contra la rutina.

El cuarto se despliega ante mí: las paredes blancas, el mueble a una esquina cerca de la ventana y el espejo que refleja mi imagen despeinada.

La memoria de ayer se cuela en mi mente, donde imágenes y palabras se entrelazan en un baile macabro, provocando un escalofrío que recorre mi columna vertebral. Es un recordatorio punzante de las luchas diarias, de las pequeñas victorias y las derrotas que pesan en mi conciencia, casi como si la memoria misma fuera una presencia tangible.

El baño me recibe con su luz fría y el vapor que se eleva de la ducha. El agua caliente acaricia mi piel, disipando la somnolencia. Cierro los ojos y me dejo llevar por la sensación, como si pudiera lavar también los recuerdos que me persiguen.

En la cocina, el refrigerador se alza como un guardián silencioso. Abro la puerta y busco la vasija de cristal que contiene la leche. La tomo con ambas manos, consciente de mi torpeza.

Últimamente, mis pasos parecen tropezar con los propios obstáculos invisibles del destino. Vierto la leche en un vaso, sintiendo su frescura y su promesa de calma.

Algo que necesito para enfrentarme a otro duro día laboral.

Al regresar a mi habitación, el armario me aguarda. La blusa blanca, con sus vuelos delicados, parece un refugio contra la monotonía, susurrando libertad. El pantalón negro, recto y elegante, es mi armadura para enfrentar el día. Las plataformas añaden altura y confianza, cual si fueran tronos elevados desde los cuales enfrentar el mundo.

Corazón EncadenadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora