CAPÍTULO 58

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Una turba mediática se arremolinaba a las afueras de la sala de Juicios 5A en Pearl Street, apostando por tener el mejor ángulo y si contaban con suerte, obtendría las palabras precisas de Henry Brockman: el poderoso empresario de la industria publicitaria, que había mantenido su condición judicial lo más secretamente posible.

No contaban con una versión del hombre que ratificara fervientemente lo publicado por algunos medios meses atrás y de la cronología que se estaba llevando al respecto, de lo único que estaban completamente seguros era que ese día se iniciaría un juicio en su contra.

Dos Bentley, uno gris y otro negro se estacionaron en la calle frente al edificio de color concreto e impotente entrada dorada, con paneles de cristal.

A Brockman el nudo de angustia en la garganta se le hizo más grande al ver a los reporteros correr hacia los autos y sentía que el precinto judicial de rastreo empezaba a quemarle la muñeca.

Por más que tragó y respiró lentamente no logró controlar los latidos de su corazón que golpeaban en su pecho como un martillo contra un clavo.

Cerró los ojos queriendo desaparecer en ese instante y no vivir el infierno que su hijo le estaba preparando, pero la clave acordada con los hombres que había llevado para que los resguardaran en la entrada, no se hizo esperar y el suave golpe contra el cristal lo sobresaltó a su más triste y dolorosa realidad.

Se aclaró la garganta un par de veces y se armó a medias de un valor que no tenía y respondió a la clave golpeando el cristal. La puerta del Bentley gris se abrió, dando paso a Brockman y la lluvia de flashes y preguntas no se hicieron esperar, como de costumbre hizo oídos sordos.

Con la cabeza en alto atravesó el mar de reporteros que los guardaespaldas mantenían alejados de él, agradeció el momento en que las barras de contención no les permitieron el acceso a sus acosadores y con decisión, pero con calma subió las escalinatas.

En el vestíbulo del edificio se encontraban algunas personas, la mayoría conocida, contando con la mala suerte de hacer contacto visual con Reinhard Garnett.

Dos oficiales de policía se le acercaron para guiarlo hasta la sala de juicio, bien sabía que su abogado estaba reunido con el fiscal, con Samuel que fungiría como abogado de Elizabeth y la jueza.

Un funcionario público concedió el acceso a las personas al recinto, y poco a poco fueron entrando, mientras Henry esperaba a la llegada de su abogado, tal vez con él presente mitigaría un poco la angustia.

Los abogados y el fiscal se hicieron presentes y el público se puso de pie, mientras cada funcionario se ubicaba en el lugar que correspondía.

—En unos minutos empezamos, ya fueron por el jurado— Le contó Stephens, el abogado defensor de Brockman, mientras tomaban asiento.

Samuel evitó posar su mirada en Brockman y prefirió concentrar toda su atención en abrir su portafolio para no permitir que nada quebrantara su decisión.

Joseph se mantenía totalmente concentrado en su discurso inicial, porque quería empezar ganando y para eso debía convencer desde el mismo instante al jurado.

Los pasos simultáneos de las quince personas que conformaban el gran jurado eran guiados por dos oficiales uniformados y el corazón de Brockman latía al paso que ellos marcaban, no obstante, su mirada se mantenía fija al frente.

—Trata de calmarte Brockman, no tienes nada porqué temer —le aconsejó el hombre que notaba el nerviosismo de su cliente.

—Estoy en tus manos Stephens y sí, no tengo nada de que temer, pero no es fácil ser juzgado por tu propio hijo, ni mucho menos saber que tu otra hija está detrás queriendo a su padre en libertad.

Dulces mentiras: continuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora