CAPÍTULO 65

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Samuel estaba completamente atrapado y atontado observando atentamente el perfil sonriente de Rachell, con Helena acostada sobre sus muslos. Juraba que nunca en la vida había visto algo más tierno, era una nueva sensación que no sabía cómo explicar y que lo cautivaba por completo.

—Ahhh —dijo Rachell en voz baja encantada al ver cómo la niña bostezaba y sonreía enternecida con el momento. La elevó y se la llevó al rostro hundiendo su nariz en el cuello de la niña—. Me encanta su aroma, me la quiero comer a besos —confesó dándole un largo beso y volvió a acostarla sobre sus piernas—. Han pasado muy rápido estos días. ¿No crees? —preguntó volviendo la mirada hacia Samuel.

—¿Ah? —estaba tan sumido en la imagen que la mujer a su lado le mostraba que no logró escuchar.

—Creo que el sol te está haciendo más efecto a ti que a Helena—le dijo sonriente.

Ambos se encontraban en el área de la piscina en el tercer piso, sentados en unas tumbonas y cubriéndose de los intensos rayos solares con una sombrilla. Cumpliendo con los consejos del pediatra de que las gemelas debían recibir su baño de sol al menos unos diez minutos todas las mañanas.

Rachell esperaba que se refrescara un poco para poder llevarla dentro con su madre.

Samuel sonrió sintiéndose tonto y para huir de la mirada de Rachell la ancló en la niña que tan solo llevaba puesto el pañal e intentaba abrir a medias los párpados, pero la claridad parecía herirle los ojos que hasta ahora parecían ser grises.

No quería que la mujer a su lado se enterara de esa rara sensación que le invadía el pecho, era como si quisiera congelar ese instante para siempre, quería hacerlo eterno y estúpidamente se imaginaba a Helena como si fuese hija de ambos; aunque internamente su cordura le reclamaba por sacar a flote por primera vez el instinto paternal, ese que siempre había rechazado.

—Lo siento, estaba distraído con el paisaje —murmuró regresando la mirada a los ojos topacio de Rachell, esa mañana podía compararlo con el agua en la piscina y la tonalidad que le daban los azulejos—. ¿Qué me decías?

—Te pregunté que si al igual que yo, crees que los días han pasado muy rápido, parece que fue ayer que nacieron las gemelas —dijo con una amplia sonrisa.

—Sí, estos ocho días se han ido prácticamente en un pestañeo —murmuró y regresó la mirada a Helena que se removía—. ¿Me la prestas?

—Claro, es tu hermana —dijo sonriente—. Cierra un poco más los brazos —le aconsejó.

—Bueno, es como mi hermana, pero resulta que también soy su primo y su tío político —dijo luchando contra el nerviosismo, le daba miedo tener entre sus brazos algo tan frágil.

—Es complicado, cuando aprenda a hablar podrá llamarte de cualquier modo.

—Es linda —sonrió siendo títere de la ternura al ver que una vez más la niña bostezaba y mostraba la pequeña lengua.

—Esta madrugada cuando no te dejaba dormir por estar llorando no pensabas lo mismo —se burló Rachell al recordar cómo Samuel se colocaba la almohada sobre la cabeza y refunfuñaba, pidiendo que las hicieran callar.

Samuel se carcajeó sabiendo que Rachell tenía razón.

—Son lindas hasta que lloran. —se corrigió—. No me imagino con un bebé.

—Hace unos segundos te lo estabas imaginando —confesó Rachell poniéndose de pie—. Sé que no estabas distraído con el paisaje.

—Solo fue un momento de debilidad —dijo regresando la mirada a la niña—. Aún no estoy preparado, no es lo mismo anhelarlo por un momento a tomar una decisión tan importante —confesó con total sinceridad—. Creo que es normal que me sienta de esta manera, y siento si te incómodo con eso, pues no pretendo hacerlo.

Dulces mentiras: continuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora