Capitulo 10

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Rebuscó en el botiquín de su baño hasta encontrar las grajeas que tanto bien le hacían ahora, eran una pequeña cosita rosa que solía recetar a sus pacientes estresados. A aquellos que no lograban bajar la guardia y se despertaban gritando por las noches envueltos en las pesadillas de la guerra, temblorosos, alertas, con el pánico reflejado en sus pupilas. Tomó dos, sabía que las necesitaría para relajar el repiqueteo intenso de su corazón, a sus manos inquietas, a sus frenéticos ojos que siempre buscaban peligros en las sombras.

¿Qué podía hacer? Las posibilidades eran infinitas ahora que había tenido que renunciar a su trabajo, era incapaz de hacer magia, simplemente sucedió, un día agarró la varita y el cosquilleo de la magia no descendió por sus antebrazos, ni siquiera un pellizco en sus dedos. Tenía todo el tiempo y el espacio para ella, como se suponía que debía estar en San Mungo no tenía guardias en su puerta y en su interior el único deseo que la movía era salir.

Ya no aguantaba más las estrechas paredes del departamento, el olor a troncos quemados y café la tenían mareada y embotada, pero cuando ya estaba parada en la puerta principal mirando hacia la entrada de su casa llena de nieve se detuvo, presa del miedo de la inmensidad de la noche. Los mortifagos podían estar asechándola desde algún punto, escondidos, esperándola con los colmillos chorreando en sangre de su última víctima. Podía sentir los latidos descontrolados de su corazón en cada centímetro de piel. Necesitaría dos grajeas más para lograr su misión.

Una vez fuera, en las calles, descubrió que no había llevado abrigo, y el viento helado era cruel, pero se sentía como una gélida bofetada en su aturdido cerebro, así que lo ignoró y siguió avanzando. Había poca gente en las veredas, la gran mayoría volvía envuelta en gruesas capaz hacia sus hogares, los demás se resguardaban en los bares y restaurantes abrigados por las cálidas risas de sus acompañantes. Un pinchazo la hirió como aguijón, mirando desde la vidriera sintió celos, ella deseaba esa vida, con sus amigos, con su familia. Un escalofrío recorrió su espalda al descubrirse sola y lejana a aquellas personas. No seas idiota pensó y siguió su recorrido. Sus pasos eran lentos y casi se arrastraban. Cuanto odiaba ella a la gente que no levantaba los pies al caminar, pero algo tiraba de ella, aunque su cuerpo estuviese cansado, la necesidad de seguir en movimiento, aferrándose quien sabe qué.

Se encontró tropezando cerca del parque, sabía que allí había un lago y se preguntó cómo se vería a la luz de la noche. Siguiendo algunos letreros lo encontró no muy lejos y subió por un puente que lo cruzaba justo por la mitad. Allí el frío era peor, el viento calaba hasta sus huesos y la hacía temblar con la humedad del ambiente, guardando sus moradas manos en los bolsillos de su pantalón encontró el frasco de grajeas, no recordaba haberlo puesto allí y las miró confundida ¿Las había tomado? No podría recordarlo. Tal vez... dos podrían hacer que dejase de temblar y pudiese disfrutar del paisaje, así lo hizo, salvo que dos más de la cuenta se colaron en su recorrido, por si acaso y no eran suficientes. Se apoyo en la barandilla, aspirando el exquisito olor a pinos que volaba a su alrededor, creía ser capaz de reconocer el dulce de los nenúfares de la orilla. Miró el cielo, la luna brillaba tanto que casi no hacían falta los faroles, y aquí, fuera de la contaminación de las luces de salvo algunos edificios, alcanzó a vislumbrar algunas estrellas. Su vista bajó hacia la tranquilidad que la rodeaba, era fascinante ver los reflejos de los árboles y los astros dibujados como espectros en el agua, casi podía ver su propio reflejo de cuerpo entero allí también, si se inclinaba solo un poco más creía ser capaz de tocarse.

Pero podía caer en esas oscuras profundidades ¿Serian realmente tan profundas como para tragársela? ¿Sería realmente malo dejarse llevar por ellas hasta los confines del lago? Pensó en la tranquilidad que sentía en ese momento arriba en el puente, incluso con algún que otro sonido de los coches de la ciudad a lo lejos, lo lógico era que allí abajo, alejada de todo, fuese diez veces más satisfactorio. Sin dolor, sin pensamientos intrusivos, sin la amenaza contante de muerte, solo ella, rodeada de paz. ¿Quién podría negarse a ello?

Resiliencia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora