Un viajero en una mecedora.

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         El hombre barbudo estaba sentado en una mecedora, mirando al frente, en dirección al atardecer. Su mirada perdida y aspecto apacible desentonaban con las cicatrices que cubrían su cara y brazos, que estaban posados sobre un gato en su regazo. El felino bostezó mientras ronroneaba un poco por las caricias del anciano, quien seguía mirando el atardecer. Parpadeó una vez, dos veces. Se sentía cansado y sería extraño no estarlo. Llevaba una vida bastante agradable, y los trofeos en el interior de su casa lo demostraban. Eran trofeos artificiales, recompensas por realizado grandes hazañas, trofeos orgánicos y naturales, huesos de misteriosos animales extintos o de culturas que habían muerto. Pero eso no le importaba. Ya no... Las fotos... Las fotos eran bonitas, le recordaban a quienes alguna vez llamó familia. Si alguien le preguntaba (como si hubiera alguien que lo hiciera) él respondería que eran fotos de un tiempo muerto mientras ponía algo de tabaco en una pipa. Luego te pediría un cigarro y te contaría una historia, una historia de fantasía, o tal vez realidad. Algo improbable, en el sentido de que no debería pasar, y en el sentido de que no hay forma de comprobar que no sucedió. Te contaría historias de una montaña inexistente, en la cual habían gigantes, gigantes de piedra que decían buscar un español que peleaba con sus hermanos. Te relataría la vez en la cual él y su equipo bucearon tan profundo que llegaron a otro mundo, que aparecieron en otra tierra, y fueron perseguidos por extraños hombres pez que los embestían con hachas de sierra. Prácticamente cantaría sobre esa vez que tuvo que entrar a un castillo y ganarle una partida de ajedrez a Drácula, o de cuando en un cementerio la parca lo invitó a unas copas.
          Te hablaría de la vez en la que las estrellas le hablaron y lo enviaron con unas momias, que lo ayudaron a salvar a un hermano, que había caído en una enfermedad desconocida. ¿Tal vez? Tal vez te cuente sobre como su gato lo mantiene respirando, a través de respirar por él. Hablaría de la flor de la eterna juventud, que en un delicioso té, mostraría el secreto del santo Grial. Te hablaría de la vez en la que se convirtió en una babosa...
          Pero para eso debes encontrarlo. El aventurero del día, que suplicaba que Nadie estuviera en su casa por la noche, que por favor, no dejaran que la noche los tocara. Que huye de la muerte a través de ver el sol. Que ha visto tanto que le teme a poco. Un aventurero que ya no responde al llamado, que cuida a su gato y mira al atardecer, como si fuera todo lo que le quedaba. ¿Dónde está ese aventurero preguntan todos? Nadie lo sabe.
          Solo sabemos que está descansando, acariciando su gato y mirando al atardecer, tal vez un castigo, tal vez una recompensa. Tal vez él está muerto y se la pasa en los campos del cielo en esa vida. Tal vez está en todos nosotros, esperando a que lo llamen de nuevo, a que le pidan encontrar los huevos de Egipto, que viaje a las estrellas o que visite el tren del amor, para que restaure la paz.
          ¿Quién sabe? Tal vez es solo un mito que explica la curiosidad, tal vez solo una invención. ¿Puedes probarlo? ¿O puedes no probarlo? Puedes buscar a ese aventurero, puedo estar aquí, o allá, o por ahí. Tal vez aún está viviendo aventuras. Tal vez el aventurero no es el hombre, tal vez sea el gato, esperando un ratón lo suficientemente rollizo para poder cazarlo.
          Tal vez ese aventurero somos todos nosotros, esperando un llamado a probar algo nuevo, a ver más allá del atardecer. A dejar de temer a la noche. A dejar de adorar a la luz. Tal vez, solo quiere volver a jugar con Drácula.

          Tal vez, yo me lo he inventado todo.

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