Capítulo 4

126 5 0
                                    

De pronto notó que la sacudían suavemente. Debía haberse quedado dormida. Mamá estaba diciendo: «Dentro de unos minutos estaremos en Stuttgart.»

Soñolienta, Anna se puso el abrigo, y pronto ella y Max estuvieron sentados sobre el equipaje a la entrada de la estación de Stuttgart, mientras mamá salía a coger un taxi. Seguía lloviendo: la lluvia tamborileaba sobre el tejado de la estación y caía como una cortina reluciente entre ellos y la plaza oscura que se abría delante. Hacía frío. Por fin volvió mamá.

—¡Vaya sitio! —exclamó—. Hay como una especie de huelga..., algo relacionado con las elecciones..., y no hay taxis. Pero, ¿veis aquel letrero azul de allí?

Al otro lado de la plaza se veía un brillo azulado entre la lluvia.

—Esto es un hotel —dijo mamá—. Cogeremos sólo lo que nos haga falta para la noche y echaremos una carrera hasta allí.

Después de dejar la mayor parte del equipaje depositada en la consigna, atravesaron la plaza mal iluminada. El maletín que Anna llevaba no hacía más que golpearla en las piernas, y llovía tan fuerte que apenas se veía nada. Una vez resbaló y pisó en un charco hondo, de modo que se le encharcaron los dos pies. Pero por fin llegaron bajo techado. Mamá pidió habitaciones, y luego Max y ella se fueron a comer algo. Anna estaba tan cansada que se fue derecha a la cama.

Por la mañana se levantaron cuando todavía estaba oscuro. «Pronto veremos a papá», dijo Anna mientras desayunaban en el comedor sombrío. Nadie más se había levantado aún, y el camarero, con cara de sueño, les sirvió a golpes los bollos revenidos y el café, como si de ese modo quisiera hacerles ver lo mucho que le estaban fastidiando. Mamá esperó a que hubiese vuelto a la cocina, y entonces dijo:

—Antes de llegar a Zurich y ver a papá tenemos que cruzar la frontera entre Alemania y Suiza.

—¿Tenemos que bajarnos del tren? —preguntó Max.

—No —dijo mamá—. Nos quedaremos en el compartimiento: vendrá un hombre a mirarnos los pasaportes, lo mismo que el revisor. Pero —y miró a los dos niños por turno— esto es muy importante: cuando vengan a mirarnos los pasaportes no quiero que ninguno de vosotros diga nada. ¿Entendido? Ni una palabra.

—¿Por qué no? —preguntó Anna.

—Porque si no, el hombre dirá: «Qué niña tan horrible y parlanchina, me parece que le voy a quitar el pasaporte» —dijo Max, que siempre se levantaba de mal humor cuando no había dormido lo suficiente.

—¡Mamá! —clamó Anna—. ¿No será verdad..., quiero decir, que nos puedan quitar los pasaportes?

—No..., no, no lo creo —dijo mamá—. Pero por si acaso..., el nombre de papá es tan conocido..., no nos interesa llamar la atención de ninguna manera. De modo que cuando venga el hombre,.., ni pío. ¡Acordaos: ni una sola palabra!

Anna prometió acordarse.

Por fin había dejado de llover, y fue muy fácil cruzar otra vez la plaza hasta la estación. El cielo empezaba entonces a aclararse, y Anna vio que había carteles de las elecciones por todas partes. Había dos o tres personas a la puerta de un sitio donde ponía «Colegio Electoral», esperando a que abrieran. Anna se preguntó si irían a votar, y a quién.

El tren estaba casi vacío, y tuvieron un compartimiento para ellos solos hasta que en la estación siguiente se subió una señora con una cesta. Anna oyó una especie de pataleo en el interior de la cesta, como si dentro hubiera algún animal. Miró a Max por ver si también él lo había oído, pero su hermano seguía malhumorado y estaba mirando por la ventanilla con el ceño fruncido.

Anna empezó también a ponerse de mal humor y a recordar que le dolía la cabeza y que sus botas todavía estaban mojadas de la lluvia de la noche anterior.

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora