Capítulo 24

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Resultaba extraño marcharse otra vez a otro país.

—Justo cuando habíamos aprendido a hablar francés bien —dijo Max.

No hubo ocasión de decir adiós a madame Socrate, porque estaba todavía de vacaciones. Anna tuvo que dejarle una nota en el colegio. Pero fue con mamá a hacerle una visita de despedida a la tía abuela Sarah, que les deseó suerte en su nueva vida en Inglaterra y se mostró entusiasmada ante las noticias de la película de papá.

—Por fin hay alguien que pague a ese buen hombre —dijo—. Hace mucho tiempo que deberían haberlo hecho.

Los Fernand volvieron de la costa justo a tiempo de que las dos familias pasaran una última tarde juntas. Papá se los llevó a todos a cenar fuera para celebrarlo, y se prometieron volverse a ver pronto.

—Volveremos a Francia a menudo —dijo papá. Llevaba una chaqueta nueva, y el aspecto de cansancio había desaparecido totalmente de su rostro.

—Y ustedes tienen que ir a visitarnos a Londres —dijo mamá.

—Iremos a ver la película —dijo madame Fernand.

No tardaron mucho en hacer el equipaje. Cada vez que cambiaban de sitio parecía haber menos cosas que meter en las maletas, por las muchas que habían usado o tirado; y una mañana gris, menos de dos semanas después de la llegada de la carta de Inglaterra, todo estuvo listo para la marcha.

Mamá y Anna se detuvieron en el comedorcito por última vez, esperando el taxi que les llevaría a la estación. Despojada del batiburrillo de pequeños objetos de uso cotidiano que la habían hecho familiar, la habitación parecía vacía y pobre.

—No sé cómo hemos vivido aquí dos años —dijo mamá.

Anna pasó la mano por el hule rojo de la mesa.

—A mí me gustaba —dijo.

Llegó el taxi. Papá y Max amontonaron el equipaje en el ascensor, y papá cerró la puerta del piso tras ellos.

Cuando el tren salió de la estación, Anna se asomó a la ventanilla con papá y miró cómo París se alejaba lentamente.

—Volveremos —dijo papá.

—Ya lo sé —dijo Anna. Recordó lo que había sentido cuando volvieron al Gasthof Zwirn de veraneo, y añadió—: Pero no será igual... no nos sentiremos en casa. ¿Tú crees que llegaremos a sentirnos en casa en algún sitio?

—Supongo que no —respondió papá—. No como la gente que ha vivido en un mismo sitio durante toda su vida. Pero nos sentiremos un poquito en casa en muchos sitios, y eso puede estar igual de bien.

Las galernas equinocciales habían empezado pronto aquel año, y, cuando el tren llegó a Dieppe cerca de la hora del almuerzo, el mar presentaba un aspecto temible y sombrío bajo el cielo gris.

Habían elegido la travesía lenta de Dieppe a Newhaven porque era más barata, a pesar de la fortuna recién encontrada de papá.

—No sabemos cuánto tiempo tendrá que durarnos —dijo mamá.

Tan pronto como el barco salió del puerto de Dieppe empezó a cabecear y dar bandazos, y la emoción que Anna había sentido ante su primera travesía se evaporó rápidamente. Max, mamá y ella vieron cómo sus caras se iban poniendo cada vez más pálidas y desencajadas, hasta que tuvieron que irse bajo cubierta y tumbarse. Sólo papá siguió tan tranquilo. El mal tiempo hizo que se tardara seis horas en cruzar el Canal de la Mancha en lugar de las cuatro usuales, y mucho antes de desembarcar ya pensaba Anna que le daba igual cómo fuera Inglaterra, con tal de llegar. Cuando al fin llegaron, había tal oscuridad que no se veía nada. El tren correspondiente al barco había partido hacía tiempo, y un mozo de estación amable pero incomprensible les acomodó en un tren lento con destino a Londres.

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora