Capítulo 16

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Habían transcurrido unas semanas desde que Anna empezara a ir al colegio cuando, un jueves por la tarde, fue con mamá a ver a la tía abuela Sarah. La tía abuela Sarah era hermana de Omamá pero se había casado con un francés, ya fallecido, y llevaba treinta años viviendo en

París. Mamá, que no la había visto desde que era pequeña, se puso su mejor ropa para la ocasión. Parecía muy joven y guapa con su abrigo bueno y su sombrero azul con velo, y, según iban andando por la avenida Foch hasta donde vivía la tía, varias personas se volvieron a mirarla.

Anna también se había puesto lo mejor que tenía. Llevaba el jersey que le había hecho mamá, los zapatos y los calcetines nuevos y la pulsera del tío Julius, pero la falda y el abrigo le quedaban horriblemente cortos. Mamá suspiró, como siempre, al verla con las cosas de salir.

—Le tendré que pedir a madame Fernand que haga algo con tu abrigo —dijo—. Si sigues creciendo, va a llegar un momento en que no te tape ni las bragas.

—¿Qué podría hacer madame Fernand? —preguntó Anna.

—No sé..., unirle un poco de tela alrededor del bajo, o algo así —dijo mamá—. ¡Ojalá supiera yo hacer esas cosas, como ella!

Mamá y papá habían ido a comer con los Fernand la semana anterior, y mamá había vuelto rebosante de admiración. Además de ser una excelente cocinera, madame Fernand se hacía toda su ropa y la de su hija. Había retapizado un sofá y le había hecho un bonito batín a su marido. Hasta le había hecho un pijama porque él no encontraba en las tiendas el color que quería.

—Y lo hace todo con tal facilidad —dijo mamá, para quien coser un botón era una operación de envergadura—, como si no fuera trabajo.

Madame Fernand se había ofrecido también para colaborar en el vestuario de Anna, pero a mamá le había parecido que eso sería un abuso. Ahora, sin embargo, viendo a Anna salirse del abrigo en todas direcciones, cambió de opinión.

—Se lo diré —dijo—. Si me enseñara a hacerlo, tal vez me las pudiera arreglar yo sola.

Para entonces ya habían llegado a su destino. La tía abuela Sarah vivía en una casa grande apartada de la avenida. Para llegar al edificio tuvieron que cruzar un patio con árboles, y el portero que les indicó qué piso era iba vestido de uniforme con botones y trencillas dorados. El ascensor de casa de la tía era todo de cristales y las elevó rápidamente sin ninguno de los crujidos y estremecimientos a que Anna estaba acostumbrada. Una doncella con delantal blanco con volantes y cofia les abrió la puerta.

—Le diré a la señora que han venido ustedes —dijo la doncella, y mamá se sentó en una sillita de terciopelo mientras la doncella entraba en lo que debía ser el salón. Al abrir la puerta se oyó un zumbido de voces, y mamá puso cara de preocupación y dijo: «Espero que no hayamos venido en mal momento...» Pero casi al instante la puerta se volvió a abrir y la tía abuela Sarah salió corriendo a recibirlas. Era una señora anciana y obesa, pero se movía con paso tan ligero que por un momento Anna se preguntó si podría pararse al llegar a ellas.

—¡Nu! —exclamó la tía, rodeando a mamá con sus sólidos brazos—. ¡Conque por fin habéis venido! Hacía tantísimo tiempo que no te veía... y con todo lo que está pasando en Alemania. Pero tú estás a salvo y bien y eso es lo único que importa.

Se dejó caer sobre otra silla tapizada de terciopelo, desbordándose por todos los lados, y se volvió a Anna:

—¿Sabes que la última vez que vi a tu mamá no era más que una niña? Y ahora es ella quien tiene una niña. ¿Cómo te llamas?

—Anna —dijo Anna.

—Hannah..., qué bonito. Es un nombre judío —dijo la tía.

—No, Anna —dijo Anna.

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora