Capítulo 15

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Al lunes siguiente, Anna se puso en marcha con mamá camino de la école communale. Anna llevaba su cartera, y una caja de cartón con emparedados para el almuerzo. Debajo del abrigo de invierno llevaba puesto un baby negro de tablas que mamá le había comprado por indicación de la directora del colegio. Iba muy orgullosa de aquel baby, y pensando que era una suerte que el abrigo fuera demasiado corto para taparlo del todo, porque así lo podía lucir.

Fueron en el Metro, pero aunque la distancia era corta tuvieron que cambiar de tren dos veces.

«La próxima vez intentaremos venir andando», dijo mamá. «Además, así gastaremos menos.» El colegio estaba al lado de los Campos Elíseos, una ancha avenida muy bonita con tiendas y cafés llamativos, y fue una sorpresa encontrar la verja anticuada donde ponía Ecole de Filles a la vuelta de toda aquella elegancia. El edificio era oscuro, y se veía que llevaba allí mucho tiempo.

Cruzaron el patio vacío, y oyeron cantar en una de las aulas. Ya habían empezado las clases. Al subir junto a mamá las escaleras de piedra para presentarse a la directora, Anna se preguntó cómo resultaría todo aquello.

La directora era alta y enérgica. Estrechó la mano de Anna, y le explicó algo a mamá en francés, que mamá tradujo. Lamentaba que no hubiera nadie en el colegio que hablara alemán, pero esperaba que Anna aprendiese francés en seguida. Luego mamá dijo: «Vendré por ti a las cuatro», y Anna oyó su taconeo escaleras abajo mientras ella se quedaba en el despacho de la directora.

La directora le dirigió una sonrisa, y Anna se la devolvió. Pero era difícil estar sonriendo a alguien sin hablar, y tras unos instantes empezó a notarse la cara acartonada. También la directora debió sentir lo mismo, porque de pronto dejó de sonreír. Tamborileaba con los dedos sobre su mesa y parecía estar a la escucha de algo, pero no pasaba nada, y justamente cuando Anna empezaba a preguntarse si irían a pasarse así todo el día llamaron a la puerta.

La directora dijo «entrez!», y apareció una niña morena de aproximadamente la edad de Anna.

La directora exclamó algo, que Anna pensó que probablemente querría decir «¡por fin!», y a continuación soltó una parrafada larga e iracunda. Luego se volvió a Anna y le dijo que la otra niña se llamaba Colette, y después algo que podía significar, o quizá no, que Colette iba a encargarse de ella. Luego dijo algo más y Colette se dirigió a la puerta. Anna, sin saber si debía seguirla o no, se quedó donde estaba.

—Allez! Allez! —exclamó la directora, haciéndole gestos con las manos como si estuviera espantando a una mosca, y Colette cogió a Anna de la mano y la sacó de la habitación.

Tan pronto como la puerta se cerró tras ellas, Colette se volvió a hacerle una mueca y dijo: «Ouf!» A Anna le alegró ver que también a ella le resultaba un poco pesada la directora.

Esperaba que no todas las profesoras fueran como ella. Luego siguió a Colette por un pasillo y a través de varias puertas. Al pasar junto a una de las aulas oyó murmullo de voces hablando en francés. Otras estaban en silencio: sería que los niños estaban escribiendo o haciendo cuentas.

Llegaron a un ropero y Colette le enseñó dónde podía colgar el abrigo, dio muestras de admiración ante su cartera alemana y señaló que el baby negro de Anna era exactamente igual que el suyo, todo en francés muy rápido completado con señas. Anna no entendió ninguna de las palabras, pero se imaginó lo que Colette quería decir.

Luego Colette la hizo pasar por otra puerta y Anna se encontró en un aula grande llena de pupitres. Había por lo menos cuarenta niñas, pensó. Todas llevaban babys negros, y esto, combinado con la leve penumbra del aula, daba a toda la escena un aspecto como de duelo.

Las niñas habían estado recitando algo al unísono, pero al entrar Anna con Colette todas se callaron y se la quedaron mirando. Anna también las miró, pero estaba empezando a sentirse muy pequeña, y de pronto la asaltó una violenta duda de que aquel colegio le fuera a gustar. Con la cartera y la caja de los emparedados bien agarradas, intentó poner cara de indiferencia.

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora