Capítulo 10

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Justo antes de que acabaran las vacaciones de verano, papá se fue a París. Eran ya tantos los refugiados alemanes que vivían allí, que habían fundado un periódico propio. Se llamaba el Diario Parisino, y algunos de los artículos que papá había escrito en Zurich habían salido en él.

Ahora el director quería que escribiera para el periódico con más regularidad. Papá pensaba que si aquello salía bien se podrían ir todos a vivir a París.

Al día siguiente de irse papá llegó Omamá. Era la abuela de los niños, y venía a visitarles desde el sur de Francia.

—Qué divertido —dijo Anna—: Omamá podría cruzarse con papá en el tren. ¡Podrían decirse adiós!

—Pero no lo harían —dijo Max—. No se llevan bien.

—¿Por qué no? —preguntó Anna. Era verdad, ahora que lo pensaba, que Omamá sólo iba a verlos cuando papá estaba fuera.

—Uno de esos asuntos de familia —dijo Max, con un tono de voz irritante que quería ser de persona mayor—. Ella no quería que mamá y papá se casaran.

—¡Pues ya no tiene remedio! —dijo Anna riendo.

Anna estaba afuera jugando con Vreneli cuando llegó Omamá, pero en seguida supo que había llegado por los ladridos histéricos que salían de una ventana abierta del hostal. Omamá no iba a ninguna parte sin Pumpel, su perro salchicha. Anna siguió la dirección de los ladridos y encontró a Omamá con mamá.

—¡Anna querida! —exclamó Omamá—. ¡Qué alegría me da verte!

Y apretó a Anna contra su pecho robusto. Pasados unos instantes, Anna pensó que ya estaba bien de abrazo y quiso escurrirse, pero Omamá la sujetaba con fuerza y la apretó un poquito más. Anna recordó que Omamá siempre hacía eso.

—¡Cuánto tiempo sin veros! —exclamó Omamá—. ¡Ese horrible Hitler...!

Sus ojos, que eran azules como los de mamá pero mucho más claros, se llenaron de lágrimas, y sus barbillas, que eran dos, temblaron levemente. Costaba trabajo entender qué estaba diciendo exactamente, por el escándalo que armaba Pumpel. Sólo unas cuantas frases, como «arrancarnos de nuestros hogares» y «deshacer familias», sobresalían por encima de los la- dridos frenéticos.

—¿Qué le pasa a Pumpel? —preguntó Anna.

—¡Ay Pumpel, pobrecito Pumpel! ¡Miradle! —exclamó Omamá.

Anna ya le había estado mirando. Pumpel se estaba comportando de una manera muy extraña.

Tenía el trasero marrón levantado en punta en el aire, y continuamente aplastaba la cabeza sobre sus patas delanteras como si estuviera haciendo una reverencia. Entre reverencia y reverencia dirigía una mirada implorante a algo que había encima del lavabo de Omamá. Como Pumpel era igual de rechoncho que Omamá, toda aquella operación le resultaba muy difícil.

—¿Qué quiere? —preguntó Anna.

—Está pidiendo —dijo Omamá—. ¡Qué gracioso! Está pidiendo esa bombilla. ¡Pero Pumpel, cariñito mío, si no te la puedo dar!

Anna miró. Sobre el lavabo había una bombilla redonda absolutamente vulgar, pintada de blanco. Parecía un tanto extravagante que alguien se encaprichara con ella, ni siquiera Pumpel.

—¿Por qué la quiere? —preguntó Anna.

—Por supuesto que él no se da cuenta de que es una bombilla —explicó Omamá pacientemente—. Cree que es una pelota de tenis y quiere que se la tire.

Pumpel, intuyendo que por fin estaban tomando en serio sus necesidades, volvió a sus reverencias y ladridos con redoblado vigor. Anna se echó a reír.

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora