Capítulo 22

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Llegaron las vacaciones de verano, y de pronto Anna se dio cuenta de que nadie había dicho nada de irse de veraneo. Hacía mucho calor. Bajo las suelas de los zapatos se sentía arder el asfalto, y el sol parecía impregnar las calles y las casas, de modo que ni de noche se enfriaban.

Los Fernand se habían ido a la costa nada más acabar el curso, y de julio a agosto París se fue vaciando gradualmente. La papelería de la esquina fue la primera tienda que puso el cartel de «Cerrado hasta septiembre», pero varias otras no tardaron en seguir su ejemplo. Hasta el dueño de la tienda donde papá había comprado la máquina de coser echó los cierres y se marchó.

Costaba trabajo saber qué hacer durante los largos días de calor. En casa se asfixiaba uno, y hasta en la placita sombreada donde Anna y Max solían jugar hacía demasiado calor como para hacer nada interesante. Botaban la pelota o jugaban un rato con los trompos, pero en seguida se cansaban y se derrumbaban sobre un asiento, a soñar con baños y bebidas frías.

—¡Sería estupendo —dijo Anna— que ahora estuviéramos sentados a la orilla del lago de Zurich y pudiéramos darnos un chapuzón!

Max tiró de su camisa para despegársela del cuerpo.

—No es nada probable —dijo—. Casi no tenemos dinero para pagar el alquiler, conque menos aún para irnos.

—Ya lo sé —dijo Anna; pero sonaba tan triste que añadió—: A menos que alguien quiera com-prar el guión de papá.

El guión de cine de papá estaba inspirado en una conversación con los niños acerca de Napoleón. No era sobre el propio Napoleón, sino sobre su madre: cómo había sacado adelante a sus hijos sin tener dinero, cómo el triunfo de Napoleón transformó las vidas de todos ellos y cómo ella, convertida en una anciana ciega, acabó sobreviviendo a su hijo, muriendo mucho después de la derrota final de él. Era el primer guión de cine que papá escribía, y había estado trabajando en él cuando Anna creía que las cosas se habían «arreglado» en el Diario Parisino.

En vista de que el periódico estaba ahora pasando por mayores dificultades que nunca, Anna tenía puestas sus esperanzas en que papá hiciese fortuna con la película, pero hasta el momento había habido pocos indicios de tal cosa.

Dos productoras cinematográficas a las que papá se lo había presentado lo habían devuelto con desoladora rapidez. Finalmente papá se lo había enviado a un director de cine húngaro que residía en Inglaterra, y esa posibilidad parecía aún más remota, porque no se sabía con certeza si el húngaro leía alemán. Además, pensaba Anna, ¿por qué los ingleses, que habían sido los mayores enemigos de Napoleón, iban a tener más interés que los franceses en hacer una película sobre él? Pero por lo menos el guión no había vuelto aún, de modo que todavía había esperanzas.

—Yo en el fondo no creo que nadie vaya a comprar esa película, ¿y tú? —dijo Max—. Y no sé de dónde van a sacar el dinero papá y mamá.

—Ya saldrá algo —dijo Anna, pero por dentro estaba un poco asustada. Y si no salía nada ¿qué?

A mamá nunca la habían visto tan irritable. Se llevaba un berrinche por las cosas más tontas, como cuándo a Anna se le rompió el pasador del pelo. «¿No podías haber tenido más cuidado?», había tronado mamá, y, al señalarle Anna que el pasador sólo costaba treinta céntimos, había gritado: «¡Treinta céntimos son treinta céntimos!», y se había empeñado en pegar los dos trozos antes de comprar otro nuevo. Un día les había dicho, de buenas a primeras:

«¿Os gustaría pasar una temporada con Omamá?»

Max había contestado: «¡No mucho!», y todos se habían echado a reír, pero después ya no pareció tan gracioso.

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora