Capítulo 17

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La sesión de costura en casa de los Fernand fue un gran éxito. Madame Fernand era tan simpática como Anna la recordaba, y cortó tan bien las telas de la tía abuela Sarah que hubo bastante para unos pantalones cortos grises para Max, además de un abrigo, un vestido y una falda para Anna. Cuando mamá se ofreció a ayudar con la costura, madame Fernand la miró y se echó a reír.

—Usted se pone a tocar el piano —dijo—. Yo me las arreglo sola.

—Pero si hasta he traído cosas de coser —dijo mamá. Metió la mano en el bolso y sacó un carrete viejo de hilo blanco de algodón y una aguja.

—Querida —dijo madame Fernand muy amablemente—, yo no pondría en sus manos ni el dobladillo de un pañuelo.

De modo que mamá estuvo tocando el piano en un extremo del agradable salón de los Fernand mientras madame Fernand cosía en el otro, y Anna y Max se fueron a jugar con la niña de la casa, Francine.

Max había tenido grandes reservas hacia Francine antes de ir.

—¡Yo no quiero jugar con una niña! —había dicho, e incluso había afirmado no poder ir porque tenía que hacer deberes.

—¡Es la primera vez que te tomas tan en serio los deberes! —dijo mamá enfadada; pero eso no era del todo justo, porque últimamente, empeñado en aprender francés lo antes posible, Max atendía mucho más a sus estudios. Max se sintió profundamente ofendido y fue todo el rato con una cara muy larga, hasta que llegaron a casa de los Fernand y Francine les abrió la puerta.

Entonces su gesto de mal genio desapareció al instante. Francine era una niña muy guapa, con pelo largo como miel y grandes ojos grises.

—Tú debes ser Francine —dijo Max, y añadió mintiendo, pero en un francés sorprendentemente correcto—: ¡Tenía muchas ganas de conocerte!

Francine tenía muchos juguetes, y un gato blanco muy grande. El gato tomó posesión de Anna inmediatamente, y se sentó en su regazo mientras Francine buscaba algo en el armario de los juguetes. Por fin lo encontró.

—Esto es lo que me regalaron por mi cumpleaños —dijo, y sacó una caja de juegos muy parecida a la que Anna y Max tenían en Alemania.

Por encima del pelo blanco del gato, la mirada de Max se cruzó con la de Anna.

—¿Me dejas que la vea? —preguntó Max, y casi antes de que Francine asintiera ya la había abierto. Se pasó mucho rato inspeccionando el contenido, manoseando los dados, las piezas de ajedrez, las diferentes clases de cartas.

—Nosotros teníamos una caja de juegos como ésta —dijo al fin—. Pero la nuestra tenía también dominó.

A Francine no pareció agradarle mucho ver menospreciada su caja de juegos.

—¿Y qué fue de la vuestra? —preguntó.

—Tuvimos que dejarla en Alemania —dijo Max, y añadió con tristeza—: Supongo que ahora jugará con ella Hitler.

Francine se echó a reír.

—Bueno, pues tendréis que usar ésta en su lugar —dijo—. Como yo no tengo hermanos, no suelo tener con quien jugar.

Toda la tarde estuvieron jugando al parchís y a la oca. Era agradable, porque el gato blanco siguió tumbado en el regazo de Anna y para jugar casi no hacía falta hablar en francés. El gato parecía tan a gusto oyendo tirar los dados por encima de su cabeza, y no quiso bajarse ni siquiera cuando madame Fernand llamó a Anna para probarle las cosas. De merienda se comió un trozo de bollo glaseado que Anna le dio, y después volvió a subírsele encima y le sonrió a través de sus largos pelos blancos. Cuando llegó la hora de marcharse, la siguió hasta la puerta de la calle.

—Qué gato más bonito —dijo mamá al verle.

Anna quiso contarle cómo había estado tumbado en su regazo mientras jugaban al parchís, pero pensó que sería de mala educación hablar en alemán delante de madame Fernand, que no lo entendía. De modo que, con muchas vacilaciones, lo explicó en francés.

—Pero si me habías dicho que Anna hablaba muy poco francés —dijo madame Fernand. Mamá se puso muy contenta.

—Está empezando —dijo.

—¡Empezando! —exclamó madame Fernand—. Es la primera vez que veo a dos niños aprender un idioma tan deprisa. A veces Max parece casi francés, y en cuanto a Anna..., ¡hace un par de meses apenas sabía decir palabras, y ahora lo entiende todo!

No era del todo verdad. Aún había muchísimas cosas que Anna no entendía, pero de todas for- mas le hizo mucha ilusión oír aquello. Los progresos de Max la habían impresionado tanto que casi no se había dado cuenta de lo mucho que ella misma había avanzado.

Madame Fernand quería que volvieran todos al domingo siguiente para hacerle a Anna las últimas pruebas, pero mamá dijo que no, que la próxima vez tenían que ir todos los Fernand a su casa; y así empezó una serie de visitas que las dos familias encontraban tan agradables que pronto se hicieron costumbre fija.

Papá disfrutaba especialmente de la compañía de monsieur Fernand. Era un hombre grandote de aspecto inteligente, y a menudo, mientras los niños estaban jugando en el comedor de casa, Anna oía su voz profunda y la de papá en el dormitorio convertido en cuarto de estar de al lado.

Parecía como si tuvieran infinitos temas de conversación, y a veces Anna les oía reírse con ganas a los dos. Esto siempre la alegraba, porque no se le había olvidado la horrible cara de cansancio que papá había puesto cuando lo de las telas. Desde entonces, Anna había observado que aquella expresión volvía de vez en cuando, generalmente cuando mamá hablaba de dinero. Estando monsieur Fernand, no aparecía nunca.

Pronto estuvieron terminadas las nuevas prendas, y resultaron ser las más bonitas que Anna había tenido. El primer día que se las puso fue a enseñárselas a la tía abuela Sarah, y llevó consigo un poema que había compuesto especialmente en señal de gratitud. El poema describía todas las prendas detalladamente, y acababa con los versos:

«Y así yo voy felizmente vestida con todas estas telas que me dio la tía Sarah.»

—Qué maravilla, hija —dijo la tía cuando lo leyó—. ¡Si todavía vas a ser escritora como tu padre!

Pareció gustarle muchísimo.

Anna también estaba contenta, porque de alguna manera era como si el poema dejara bien claro que el regalo de las telas no había sido una obra de caridad; y también porque, por primera vez, había conseguido escribir un poema que no hablara de desastres.

Anna también estaba contenta, porque de alguna manera era como si el poema dejara bien claro que el regalo de las telas no había sido una obra de caridad; y también porque, por primera vez, había conseguido escribir un poema que no hablara de desa...

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Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora