Capítulo 5

138 4 0
                                    

Papá había reservado habitaciones en el mejor hotel de Zurich. Tenía una puerta giratoria, gruesas alfombras y montones de dorados por todas partes. Como todavía no eran más que las diez de la mañana, desayunaron otra vez mientras charlaban sobre todo lo que había pasado desde que papá salió de Berlín.

Al principio parecía como si tuvieran cosas interminables que contarle, pero al rato descubrieron que también era muy agradable estar juntos sin decir nada. Mientras Anna y Max se atiborraban de dos clases diferentes de croissant y cuatro de mermelada, mamá y papá se sonreían el uno al otro. Cada poco tiempo se acordaban de algo, y papá decía: «¿Has podido traerte los libros?», o mamá decía: «llamaron del periódico, y querrían un artículo tuyo esta semana, si es posible».

Pero después volvían a caer en un silencio apacible y sonriente.

Por fin Max se bebió el último sorbo de su chocolate caliente, se limpió de los labios las últimas migas de croissant y preguntó: «¿Qué vamos a hacer ahora?»

Pero nadie había pensado en eso.

Tras un instante, papá dijo: «Vamos a ver cómo es Zurich.»

Decidieron ir lo primero de todo a la cima de un monte que se alzaba sobre la ciudad. El monte era tan empinado que había que ir en funicular, una especie de ascensor sobre ruedas que subía derecho por una pendiente alarmante. Anna nunca había estado en un funicular, y tuvo que repartir su atención entre la emoción de la experiencia y el escrutinio ansioso del cable en busca de señales de desgaste. Desde la cima del monte se veía Zurich allá abajo, apiñado a un extremo de un enorme lago azul. El lago era tan grande que la ciudad parecía pequeña en comparación, y el lado mas lejano estaba oculto por montañas. Había barcos de vapor, que desde aquella altura parecían de juguete, y que iban recorriendo el borde del lago, parándose en cada uno de los pueblecitos que había desperdigados por las orillas y dirigiéndose luego al siguiente. Brillaba el sol y le daba a todo un aspecto muy atractivo.

—¿Puede ir cualquiera en esos barcos? —preguntó Max. Era justamente lo que Anna iba a preguntar.

—¿Te gustaría ir? —dijo papá—. Pues irás..., esta tarde.

El almuerzo fue espléndido, en un restaurante con una cristalera que daba al lago, pero Anna no fue capaz de comer gran cosa. Se notaba la cabeza embotada, probablemente, pensó, por haberse levantado tan temprano, y aunque la nariz ya no le destilaba, le dolía la garganta.

—¿Te encuentras bien? —preguntó mamá un poco alarmada.

—¡Sí, sí! —respondió Anna, pensando en la excursión en barco de por la tarde. De todos modos, estaba segura de que era sólo cansancio.

Al lado del restaurante había una tienda donde vendían postales, y Anna compró una y se la mandó a Heimpi, mientras Max le mandaba otra a Gunther.

—Estoy pensando cómo irán las elecciones —dijo mamá—. ¿Tú crees de verdad que los alemanes le van a votar a Hitler?

—Me temo que sí —dijo papá.

—O no —dijo Max—. Muchos chicos de mi colegio estaban en contra de él. A lo mejor mañana nos encontramos con que casi nadie le ha votado, y entonces podríamos volvernos todos a casa, como dijo el tío Julius.

—Es posible —dijo papá, pero Anna se dio cuenta de que en realidad no lo creía.

La excursión en barco por la tarde fue un gran éxito. Anna y Max se quedaron en cubierta a pesar del viento frío, contemplando el tráfico del lago. Aparte de los barcos de vapor, había motoras particulares y hasta unas cuantas barcas de remos. Su vapor iba haciendo chug-chug de un pueblecito a otro, por una de las orillas del lago. Todos los pueblos eran muy bonitos, con sus casitas relucientes rodeadas de bosques y colinas. Cada vez que el vapor se acercaba a un embarcadero, tocaba fuerte la sirena para que todos los del pueblo supieran que llegaba, y mucha gente embarcaba y desembarcaba en cada sitio. Al cabo de una hora aproximadamente, cruzó de pronto el lago hasta un pueblecito de la otra orilla y luego regresó al mismo punto de

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora