Capítulo 19

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Cuando Anna volvió al colegio, se encontró con que la habían subido de nivel. Seguía teniendo a madame Socrate de profesora, pero de pronto las clases eran mucho más difíciles. Esto se debía a que su curso tenía que prepararse para un examen llamado certiftcat d'études, por el que todas las niñas menos Anna tendrían que pasar al verano siguiente.

—A mí me dispensan porque no soy francesa —dijo Anna a mamá—, y de todos modos no lo podría aprobar.

Pero tenía que trabajar lo mismo.

Se esperaba que las niñas de su clase hicieran por lo menos una hora de deberes en casa todos los días, que se aprendieran de memoria páginas enteras de historia y geografía, que escribieran composiciones y estudiaran gramática: y Anna tenía que hacerlo todo en un idioma que todavía no comprendía completamente. Hasta la aritmética, que antes había sido su gran recurso, le falló. En lugar de cuentas que no había que traducir, su curso hacía problemas: largos y complicados enredos en los que la gente cavaba zanjas y se adelantaban unos a otros en trenes y llenaban depósitos de agua a una velocidad mientras la dejaban salir a otra: y todo eso lo tenía que traducir al alemán antes de empezar siquiera a pensar en ello.

Conforme el tiempo se hizo más frío y los días mas oscuros, Anna empezó a sentirse muy cansada. Volvía del colegio a casa arrastrando los pies, y luego no hacía otra cosa que sentarse y quedarse mirando los deberes en lugar de ponerse a hacerlos. De pronto se sentía muy desalentada. Madame Socrate, preocupada por el examen que se avecinaba, ya no podía dedicarle tanto tiempo, y parecía que su rendimiento empeoraba en vez de mejorar. Hiciera lo que hiciera, no era capaz de reducir las faltas de los dictados a menos de cuarenta; últimamente incluso habían vuelto a subir a cincuenta. En clase, aunque a menudo sabía las respuestas, tardaba tanto en traducirlas mentalmente al francés que por regla general llegaba tarde a darlas.

Sentía que nunca sería capaz de igualar a sus compañeras, y se estaba cansando de intentarlo.

Un día, cuando estaba sentada delante de los deberes, mamá entró en la habitación.

—¿Estás ya acabando? —preguntó.

—Todavía no —dijo Anna, y mamá se acercó a mirar el cuaderno.

Eran deberes de aritmética, y todo lo que Anna había escrito era la fecha y la palabra «Problemas» al comienzo de la hoja. Con una regla había dibujado una especie de cajita alrededor de «Problemas», y luego había seguido con una línea ondulada en tinta roja. Después había decorado la línea ondulada con puntitos y la había rodeado de otra en zigzag y más puntitos en azul. Todo eso le había llevado casi una hora.

Al verlo, mamá explotó.

—¡No me extraña que no sepas hacer los deberes! —gritó—. ¡Lo vas dejando y dejando, hasta que ya estás tan cansada que no le sacas ningún sentido! ¡A este paso no aprenderás nunca nada!

Eso coincidía tan exactamente con lo que la propia Anna sentía, que al oírlo se echó a llorar.

—¡Si lo intento! —sollozó—. Pero no puedo. ¡Es demasiado difícil! ¡Lo intento una y otra vez, y no sirve de nada!

Y en otro estallido de llanto sus lágrimas fueron a caer sobre «Problemas», de modo que el papel se frunció y la línea ondulada se corrió y se mezcló con el zigzag.

—¡Claro que puedes! —dijo mamá, acercándose a coger el libro—. Mira, si me dejas que te ayude...

Pero Anna gritó «¡No!» con violencia y apartó el libro de un manotazo que lo hizo salir despedido de la mesa y estrellarse contra el suelo.

—Bueno, es evidente que hoy no estás en condiciones de hacer deberes —dijo mamá tras un momento de silencio, y se marchó de la habitación.

Anna se estaba preguntando qué debería hacer cuando mamá volvió a entrar con el abrigo puesto.

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora