Capítulo 3

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Después de aquello todo se sucedió muy deprisa, como en una película acelerada. Heimpi se pasaba todo el día seleccionando y empaquetando cosas. Mamá estaba casi siempre fuera o al teléfono, ocupándose del contrato de la casa o del almacenamiento de los muebles una vez que se hubieran marchado. Cada día, cuando los niños volvían del colegio, la casa parecía más vacía.

Un día llegó el tío Julius cuando estaban ayudando a mamá a empaquetar libros. Miró los estantes vacíos y sonrió:

—¡Los volveréis a colocar todos, ya veréis!

Aquella noche, el sonido de coches de bomberos despertó a los niños. No uno ni dos, sino cerca de una docena pasaron a toda marcha por la avenida que había al extremo de la calle, haciendo sonar sus campanas. Cuando se asomaron a la ventana, vieron que sobre el centro de Berlín el cielo estaba de un color naranja brillante. A la mañana siguiente todo el mundo hablaba del fuego que había destruido el edificio del Reichstag, donde se reunía el Parlamento alemán. Los nazis decían que lo habían incendiado los revolucionarios, y que los nazis eran los únicos que podían acabar con aquel tipo de cosas, de modo que todo el mundo debía votarles en las elecciones. Pero mamá oyó que habían sido los propios nazis los autores del incendio.

Cuando el tío Julius fue a visitarles aquella tarde, fue la primera vez que no le dijo nada a mamá sobre estar de vuelta en Berlín en pocas semanas.

Los últimos días que Anna y Max pasaron en el colegio fueron muy extraños. Como todavía no se les permitía decir a nadie que se marchaban, durante las horas de clase se les olvidaba todo el rato. Anna se entusiasmó cuando le dieron un papel en la función del colegio, y hasta después no se acordó de que no lo haría. Max aceptó una invitación a una fiesta de cumpleaños a la que no podría asistir.

Luego regresaban a casa para encontrarse con las habitaciones cada vez más vacías, los cajones de madera y las maletas, la interminable selección de posesiones. Lo más difícil fue decidir qué juguetes se llevaban. Naturalmente quisieron llevarse la caja de juegos, pero era demasiado grande. Al final sólo hubo sitio para unos cuantos libros y uno de los animales de trapo de Anna. ¿Cuál escoger, el Conejo Rosa que había sido su compañero de toda la vida o un perro de lanas de reciente adquisición? Parecía una pena dejar el perro cuando casi no había tenido tiempo de jugar con él, y Heimpi se lo metió en la maleta. Max cogió su balón de fútbol.

Mamá dijo que siempre podrían hacer que les enviaran más cosas a Suiza, si se veía que tuvieran que quedarse allí mucho tiempo.

Cuando se acabaron las clases del viernes, Anna se acercó a su profesora y le dijo en voz baja:

—Mañana no vengo al colegio. Nos vamos a Suiza.

Fraulein Schmidt no pareció sorprenderse ni la mitad de lo que Anna había esperado; se limitó a asentir con la cabeza y dijo:

—Sí..., sí..., les deseo mucha suerte.

Tampoco Elsbeth demostró mucho interés. Sólo dijo que le gustaría irse ella también a Suiza, pero que eso no era probable porque su padre trabajaba en Correos.

A quien costó más trabajo dejar fue a Gunther. Max se lo trajo a comer cuando volvieron juntos del colegio por última vez, aunque sólo había emparedados, porque Heimpi no había tenido tiempo de guisar. Después jugaron al escondite, un poco desganadamente, entre los cajones de embalaje. No fue muy divertido por lo tristes que estaban Max y Gunther, y Anna tenía que esforzarse por dominar su excitación. Quería a Gunther y sentía tener que dejarle, pero lo único que podía pensar era: «Mañana a estas horas estaremos en el tren..., el domingo a estas horas estaremos en Suiza..., ¿y el lunes a estas horas...?»

Cuando Hitler robó el conejo rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora