Ahnyei XII

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Domingo 6 del mes doce.

Ahnyei avistó a lo lejos la estación de trenes, la policía ya la esperaba. Cuatro patrulleros acordonaban la zona por fuera; adentro un puñado de guardias apostados en cada taquilla supervisaban y examinaban las identificaciones de los pasajeros.

El gran reloj dorado que se situaba en lo alto del techo de la estación señalaba la una de la mañana. Ahnyei tomó asiento por unos momentos en una alejada barda de cemento frío; mientras, pensaba su siguiente movimiento. No podía atreverse si quiera a poner un pie cerca de la estación.

Suspiró. La ventaja que le había dado Mathus habría bastado de no haberse detenido en el hospital para sanar a Beka. Pero no se arrepentía de resarcir el daño.

Si escapar ya no era una opción, entonces tendría que pelear. ¿Pero contra quién exactamente? ¿La policía? ¿La Orden?

De todos modos, sabía que no era lo suficientemente estable para evitar que todo aquello terminara en otra tragedia y no quería arriesgar a otro inocente.

Se llevó las manos a la cabeza, clavando la vista en el duro asfalto. Pues ya, total, estaba hecho... no le quedaba otra más que entregarse. Ya vería después cómo escapar de la cárcel o donde quiera que la llevaran.

Pero no, sabía que eso no sería todo. Ahí no terminaría, sería demasiado sencillo. Mathus la entregaría a Mason y Mason a los Acán.

«Seidel, por favor. Prometiste siempre estar conmigo».

Su condición humana la limitaba, eso lo sabía, no podía escapar de la situación tan fácilmente. Aunque huyera a pie, atravesando las fronteras de las Sede de Los Cinco, el hambre y la sed terminarían por menguar su salud y tal vez hasta matarla. Desde la prohibición no había comido bien y sus ropas habituales ya empezaban a quedarle flojas. Se preguntó cuánto tiempo soportaría hasta recibir los siguientes alimentos. No llevaba provisiones, solo el dinero que había ahorrado durante toda su vida.

Pero cruzar la frontera a pie sería la única solución, lo decidió cuando se dio cuenta de que viajar de manera convencional a esas alturas ya era ridículo. La alerta estaba hecha, el boletín de búsqueda seguramente ya circulaba por todas partes.

Ahnyei se puso de pie y retrocedió, corrió hacia donde sabía que estaba la frontera sur, aquella que comunicaba con Adarve; de ahí seguiría hasta Foso y luego a la Bahía de Colmenar. Colmenar no formaba parte de la Sede de los Cinco, si corría con suerte, tal vez ahí abordaría de polizón un navío que la llevaría de vuelta a Septen. ¿Y de ahí...? Bueno, algo se le ocurriría.

Trazó la ruta en su mente mientras sus piernas daban todo de sí. La temperatura seguía descendiendo hasta el punto en el que del cielo comenzaron a caer tupidas plumas de nieve, entorpeciendo su visión.

Una hora más tarde llegó al límite entre Pilastra y Adarve. Se detuvo en seco. Las luces multicolores de los autos patrulla le dieron la bienvenida, se dio cuenta de que estaba completamente rodeada. No cabía duda de que el jefe de la policía había echado mano de toda la fuerza policiaca de Pilastra, al menos eso le pareció.

Los ruidos de las radios de los patrulleros resonaban cerca, emitiendo esa interferencia característica. De los bosques surgió un haz de luz amarilla seguido por otro par apuntando en varias direcciones.

—¿Quién anda ahí? —escuchó gritar. Luego vio las piernas de uno de los hombres de uniforme gris acercarse.

Frente a ella un joven policía la alumbraba.

—¡Identifíquese! —ordenó el agente. Ladeó la cabeza y se pegó un aparato en su oído para recibir un mensaje

El agente, nervioso y con la mano temblorosa, se llevó el comunicador a sus labios y entonces pasó entre sus colegas un código que ella no alcanzó a entender. Nuevamente se giró hacia Ahnyei.

—¡De rodillas! —le exigió. Pero ella no se rendiría tan fácilmente.

—¡Solicito refuerzos! —gritó el agente. Ahnyei le dio una patada en el estómago que lo dobló momentáneamente y echó a correr. Los silbatos se escucharon tras de sí. En pocos segundos tenía tras de ella a la Guardia. Se preguntó si acaso esa noche alguna vez terminaría.

Mathus estaba ahí, vigilando desde su vehículo. Ahnyei supo que ya no tendría una tercera oportunidad.

Respiraba agitada, corriendo lo más rápido que podía, sus pasos comenzaron a hundirse sobre la nieve, dejando huellas fugaces tras de sí. Los vehículos de la Guardia continuaban su cacería, iluminando intermitentemente el camino. El estruendo de los motores y el sonido de las sirenas, y hasta el de su propio corazón,  contrastaban con el silencio habitual del bosque.

Divisó a lo lejos incontables siluetas de policías, apenas visibles en la oscuridad que venían hacia ella. Una motocicleta cortó el aire, y antes de que pudiera reaccionar, Ahnyei sintió el impacto repentino del metal contra su cuerpo. Fue arrojada violentamente hacia atrás. El sonido de las ramas, crujiendo bajo las pisadas de los elementos de la Guardia le hicieron saber que ya no tendría escapatoria.

Ahnyei intentó recuperar el aliento y se pudo de rodillas, pero al alzar la mirada, vio que los destellos de cientos de luces de armas le apuntaban, cegándola momentáneamente, como estrellas fugaces en la oscuridad, mientras otros tantos se acercaban para someterla.

—¡Suélteme! —gritó cuando uno de ellos, el más corpulento, y quizás el segundo al mando, intentó ponerle las esposas.

Ahnyei empezó a emitir aquel calor característico por todos los poros de su cuerpo. Vibraba ante la mirada atónita del hombre. La mano que le oprimía la espalda de pronto comenzó a arder.

—¡Estallará de un momento a otro! —gritó el hombretón retirando su brazo—.
¡Permiso para utilizar a los francotiradores! —exigió.

Mathus a lo lejos la miró con tristeza. Asintió y entonces dio la orden a través del radio.

—Permiso otorgado.

Ahnyei escuchó como si mil rifles en ese momento apuntaran en su dirección. Aún utilizando todo su poder, no estaba segura de ganar ese combate a distancia, y las vidas que se llevaría consigo serían numerosas.

Dispuesta a no causar más daño, Ahnyei hizo un acopio de fuerzas descomunal para detener el calor, antes de que se tornara destructivo y se preparó para el final. No cometería otra vez el mismo error. Mil pensamientos abordaban su mente y las memorias de todas sus vidas desfilaron ante sus ojos. Pensó en la eternidad, en las reconfortantes memorias de Canto, en sus padres humanos, en Zenyi, en Seidel, Marie y Teho. Asombrosamente, uno de sus últimos pensamientos voló hacia Jan. Cerró los ojos.

«Qué lástima, creo que me gustaba vivir».

Una ráfaga de viento como tempestad la golpeó, sacándola del campo de ejecución. Las balas detonaron inútilmente en el cuerpo del hombre que la llevaba entre sus brazos. Mathus miraba incrédulo.

Ahnyei abrió los ojos y de pronto se vio en los brazos de un completo desconocido, que corría como un relámpago. Los ojos, cálidos y ambarinos, concentrados en el camino le parecían familiares. El olor que emanaba de su pecho la remontó hacia su primera existencia. El joven bajó por un microsegundo la mirada y entonces, como haciendo un clic, todo tuvo sentido.

—Hola —saludó el joven.

—Hye...

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