Mason III

55 17 105
                                    

Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Domingo 29 del mes once.

Estaba despierto desde la madrugada, sorbiendo grandes tazas de café. La consciencia, la maldita conciencia a veces no le dejaba dormir. Tenía tiempo para ir al cuarto de las mortificaciones y expiar sus culpas antes del servicio dominical. Así que allá se dirigió.

El corte de suministros a los herejes parecía dar resultado. Ni más ni menos ese día tenía programados cinco bautismos. La papelería de aquellas cinco familias ya había sido ingresada a los registros del censo de Los Seguidores del Día de Adoración.

«Todo marcha a pedir de boca», pensó. «Poco a poco los infieles regresarán».

Pero los Carysel no daban señales aún de regresar. El jefe Mathus seguía en funciones como si nada. Pero Mason sabía que pronto volvería, sino por él, por sus hijos. Esperaría paciente, no tardaría mucho. Pero de no ceder, Mason ya pensaría en medidas más drásticas.

Mathus lo miraba con la altanería y soberbia de siempre cuando coincidían en algunas diligencias, que atañían la participación de las fuerzas de la Guardia. Mathus tampoco era del agrado de Mason, así que ambos actuaban bajo una débil y frágil máscara de hipocresía.

«Estúpido, si supieras que tu orgullo no pudo salvarla».

No valía la pena de todas formas, tan solo era una joven adúltera, mala, pecaminosa. Con sus dotes sensuales lo había seducido sin importarle que él era un hombre casado, fiel y devoto a Rahvé.

Maia Carysel, muerta hacía más de diez años, se contaba entre uno de los primeros fieles que acudían a los servicios que Mason impartía en sus primeros años en Pilastra.

De ojos avellana y piel rosada y tersa; con formas generosas y firmes; no tardó en colarse en los pensamientos de Mason.

La joven de pechos turgentes y bondadosos y caderas prominentes, estaba casada con el inútil de Mathus, que en ese entonces era solo un agente novato —muy flaco, tonto y desabrido por decir lo menos— de la Guardia.

Ella era fiel a la palabra de Rahvé y había aceptado de buena manera el renacer en las aguas del bautismo, y junto con ella su incipiente familia, un niño de seis y una niña de tres. Fue la primera lectora en la primera casa de adoración que fundó Mason.

Pero fue en las fiestas pascuales de la siguiente primavera cuando el demonio, encarnándose en ella, tentó a Mason para probar su fe.

Maia llegó temprano aquel día —que Mason repasa con frecuencia en su cabeza—, a la casa de oración; ese lugar en el que Mason congregaba su entonces pequeña iglesia. Colocó las flores plásticas, rosas, rojas y amarillas adornando el púlpito.

Venía rebosando alegría; llevaba a sus vástagos con ella, unas criaturas traviesas e irritantes que no paraban de corretear por el salón. La vestimenta no era la correcta, en Maia Carysel no existía el recato. Al principio Mason se quedaba callado, pero esos escotes pronunciados y pantalones entallados le perturbaban.

Soportó estoico las tentaciones. Fue valiente al no sucumbir ante su voz melosa y llena de cadencia, a sus miradas furtivas y a las constantes quejas hacia su marido. Pero había ido demasiado lejos, cuando aquella mañana lo miró con sus luceros penetrantes y entonces le tocó la cara.

Los niños corrían cómo demonios, sacando y tirando al piso los enseres sagrados. Mason se llenó de horror, levantó la voz y la corrió de su sagrado recinto, junto con sus hijos.

Pero la tentación de Mason no terminaría ahí. Meditó por varios días, se planteó la posibilidad de echarla de Pilastra, pero al mismo tiempo, miraba al garbo de su esposa que no lo complacía, por más guapa que se pusiera, y volvía a pensar en ella. Después de mucha oración, concluyó que todo se trataba de una prueba y el mal debía ser desechado, cortado de raíz.

Al poco tiempo de ese suceso, Mathus y sus hijos se bautizaron. Maia asistía y oraba fervientemente; cuando no estaba leyendo en las reuniones, estaba cantando y tocando los panderos con alegría.

Mason sabía que se había acercado a su iglesia tan solo para seducirlo y la farsa de su bautismo solo era para acercarse a él. La coquetería se le escurría por la piel, todo era obra de Satanás. La primera tentación que debía soportar.

Porque después de ella vinieron más. Todas ellas disfrazadas de lo mismo, de mujeres desesperadas, insatisfechas con su vida; que se volvían recipientes del pecado e instrumentos del demonio.

Ahí yacían unas cuantas esparcidas bajo el subsuelo del cuarto de las mortificaciones, como semillas de trofeos y galardones de gloria. El triunfo de la rectitud y santidad de Mason.

Para Maia Carysel tenía un lugar mejor por tratarse del triunfo sobre su primera y más grande tentación: sus restos tenían un lugar especial, justo debajo del altar del Santísimo, en el templo del Día de Adoración. Representaban las dádivas y ofrendas de reconciliación con el Señor.

Después de Maia, fue fácil para Mason identificar a ese tipo de vasos, vehículos del adversario, y todas habían encontrado el mismo y bien merecido final. Sus osamentas yacían esparcidos y enterrados medio metro bajo tierra en el subterráneo de las mortificaciones; esperando la purificación y el milagro de la resurrección.

El cuerpo de Maia, así como el de las otras, jamás fue encontrado. El estúpido de Mathus se topaba una y mil veces con la pared en sus investigaciones, que conducían a un camino trunco.

La racha de desapariciones que vinieron después de Maia fue discreta y generalmente implicaban gentuza, mujeres de la más baja calaña —a juicio de Mason— la única diferente había sido Maia, y por eso gozaba de un lugar especial.

Mason era por tanto su salvador, gracias a su intervención, el día del juicio y de la victoria en la tierra del bien sobre el mal, Maia podría renacer, purificada y libre del pecado.

Así se consolaba Mason, era mejor que pensar que en realidad era un asesino, esa palabra lo horrorizaba y le parecía injusta, pues todo obedecía a un bien mayor.
Pero de tanto en tanto, no podía sacarse la culpa y los recuerdos lo despertaban en la noche para agobiarlo.

Entonces le urgía la necesidad de refugiarse en el cuarto de las mortificaciones —que había construido debajo de su sagrado templo—.

Ahí se dirigía muchas veces con el estómago vacío y se arrodillaba hasta el amanecer. Cogía el flagelo y surcaba con nuevas y profundos latigazos su espalda, sin dar oportunidad a que las viejas heridas sanaran en su totalidad. El cilicio le había dejado una marca perpetua y sangrante en su pierna derecha. Le gustaba ver cómo la carne, hinchada, abultada y roja sobresalía por la presión de las púas metálicas. Lo usaba todos los días, al igual que la arpillera. Las infecciones a veces eran constantes, pero era en esos grados de dolor e inconsciencia cuando podía charlar con El Señor y si se esforzaba un poco más, también el profeta Acán acudía al encuentro.

Casi llegaba el amanecer, Mason imprimía más fuerza esgrimiendo la fusta con la mano derecha, que golpeaba cada vez más la espalda. La sangre comenzó a salpicar las paredes.

Era esa misma mano la que había apretado el cuello de Maia. A su memoria acudió el recuerdo de su rostro tumefacto y sus ojos inyectados en sangre.
El fuego de la chimenea chisporroteaba mientras los últimos sonidos guturales emergían de su garganta enjuta.

El niño, el mayor, miraba y lloraba. Mason los había encerrado, pero el pequeño demonio escapó.

«No pasa nada», le dijo mientras dejaba caer el cuerpo de Maia al suelo. «Mami necesita ir al Doctor.»

Con terror pensó que sus días estaban contados, todo por culpa del mocoso. Por fortuna el chiquillo lo olvidó todo. No cabe duda de que Rahvé lo protegía.

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Las Crónicas de Luhna #POFG2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora