CAPÍTULO VEINTIDOS

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Lucy Müller

Zircón índigo.

Habían transcurrido dos semanas bastantes intensas desde el comienzo de semestre. Las clases me tenían totalmente agotada de principio a fin del día, supongo que me estoy auto exigiendo mucho, porque no encuentro horario libre siquiera para leer un poco.

Estamos en física, una de las peores materias que he podido tener. Aprovecho para ver el horario en mi teléfono, diez minutos. Excelente. Consigo terminar cincuenta de los setenta ejercicios que nos han dado. Contienen tantas fórmulas que me marea, no obstante, es un sufrimiento placentero, pues, estoy estudiando algo que en verdad me gusta.

Fue difícil poner los pies en la tierra y pensar que es lo que deseaba, hablar conmigo misma, como dijo Eider. Tuve insomnio todas las malditas noches de una semana, hasta que, analizando los aspectos que me gustaban, medicina, encontré el adecuado y que se asemejara a mí. La constante repercusión de mi padre meses atrás, me hostigaba de tanta presión que mi cuerpo recibía, como estar ahogándose en una caja de cristal. Quiero quebrar ese cristal y conocer el verdadero peligro de la vida en todos sus sentidos. Quiero vivir, y por alguna causa desconocida, siento no haberlo estado haciendo en Londres.

El timbre resuena en toda la construcción interna del salón, y de inmediato, todos los alumnos se ponen de pie con dirección a la puerta. Salgo última, esperando a que la avalancha de personas deje el lugar y poder salir tranquila.

—¿Vienes? —pregunta una compañera.

—No me esperes —sonrío.

Guardo todas mis cosas en el bolso antes de ausentar el lugar. Camino por la construcción majestuosa que cubre mi visión, es realmente magnifica. Las vigas, el diseño en las paredes, su color robusto y ese aspecto tan similar a Hogwarts, me producen perplejidad por la dimensión de estudiar aquí.

Tomo rumbo diferente de la cafetería, hacia la biblioteca. Necesito leer un poco de física como del romance erótico que debo retomar. La tensión sexual que se esconden en esas páginas cruza la línea de la cordura. Al ingresar lo primero que capta mi atención son las maderas del techo en forma de cuadros, y a sus costados, una especie de estantes muy diferentes a los que suelo ver. Tienen columnas color pardo, que a su vez, sostienen un pequeño balcón donde se ciernen otros libros antiguos.

Mi cuerpo recibe un choque de realidad casi ilícito, pues, he hecho el amago de evitarlo todo el tiempo, a pesar que, la universidad cuenta con innumerables metros cuadrados, siempre roza su mirada oscura en mí. Compenetro la seguridad que crece en mi interior y lanzo flechas hacia su persona. Salgo con la piel crispada en dirección a los baños. No comprendo cómo imparte clases una persona que parece estar más familiarizada con la mafia que la educación.

Me encierro en un pequeño cubículo a pensar, necesito relajarme un instante. Sostengo mi rostro entre mis manos y cierro un esporádico segundo los ojos. Poco a poco puedo extinguir la tensión en mis músculos, y ya más renovada, salgo a humedecer mi nuca, normalmente me calma. Sujeto mi reflejo en el espejo, tengo unas ojeras similares al panda y por suerte, y obra de una buena crema, el cabello en su lugar. Pego un saltito al oír el estruendo que produce una puerta cuando se abre con fuerza y rapidez.

—Pareces una presa huyendo de su cazador —se burla.

—Váyase, un profesor no debería estar en el baño de estudiantes —cierro el grifo que había abierto.

—Me valen mierda las reglas de aquí —responde.

Acomodo mis cosas dispuesta a irme, no pienso charlar de la vergüenza que me inunda el rostro. A pesar que, su rostro descompuesto por el placer que se otorgaba a él mismo no puedo olvidarlo, fue un error abrir la puerta sin tocar con anticipación, y para colmo, es mi profesor, joder, y está buenísimo.

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