CAPÍTULO SIETE

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Léa Wight

El mirador.

Salgo pisando el acelerador a fondo. Momentos como este me hacen perder los papeles. Si en verdad la razón de esta porquería que me maltrata hace años es el hecho de no olvidar a mi madre, pues prefiero tener pesadillas todas las noches antes que soltarla y dejarla ir.

Vuelvo al pent-house. Tengo cuadros atrasados que entregar esta misma tarde.

—Señorita Léa, me asusto anoche... —toma mi abrigo, colgándolo en el perchero.

—Me imagino...

—¿Está mejor ahora? ¿Qué tenía? —Toma mis manos—. Le temblaban...

—¡Ya suéltame! —Saco sus manos de un tirón— Tengo trabajo que hacer, así que, ni pienses en acercarte.

¿Por qué el mundo se cree con el derecho de tener que ayudarme? Me molesta la gente que se entromete en tus problemas, como si ellos pudiesen hacer algo. No necesito ayuda de absolutamente nadie para estar mejor, porque la única que puede siquiera lograrlo soy yo, nada más.

Vuelco la pintura en mi paleta de madera. Tomo cinco pinceles de trazo y relleno, y comienzo. Solo dibujo y relleno lo que a mi mente acude en ese instante, tan solo eso. Demoro alrededor de dos horas en terminarlo. Cuando soy yo la que pinta sin ningún requisito, es más fácil y veloz. Por el contrario, la segunda pintura, un magnate me la pidió. Más bien, a mi representante. Quiere algo que represente el arte del siglo pasado.

Respiro recordando mis años de universidad, casi con las mismas temáticas. Tomo oxígeno y lo suelto con lentitud, disfrutando la sensación de mi caja torácica expandirse y comprimirse. Poco a poco el pincel se mueve solo hasta finalizar, luego de cuatro horas.

Ingresa un mensaje a mi casilla.

Llegamos esta noche. Hay fiesta en el mirador —Natalie.

Las espero. —Escribo rápido. Reviso el celular, son alrededor de las siete de la tarde y ya anocheció. Tengo solo unas horas para bañarme y prepararme.

En menos de veinte minutos salgo de la ducha con el pelo chorreándome la espalda. Lo peino con un poco de crema y lo seco de manera que se vea con más volumen. Rebusco un vestido ceñido al cuerpo, negro. Tomo las botas tejanas blancas y la chaqueta a tiras. Maquillo mis pestañas con el nuevo rímel de Dior, aplico un tono nude a mis labios y salgo porque la puerta por poco no la tirarán de tanto golpear.

Envueltas en prendas de marca y una botella de vodka, me reciben.

—¡Pero mira! —exclama Natalie— Que buena que estas, amiga.

—Ya, ya, ya —río. Cierro la puerta detrás de mí— ¿Tienes la dirección? —entramos al ascensor. Pulso el botón que conduce a la planta baja.

—Así es. Iremos en mi auto —Cambia drásticamente de tema. Natalie es así.

Natalie escogió un atuendo parecido al mío, pero en color verde aceituna y unos tacos aguja. Leonor, se decantó por un pantalón engomado, borcegos y top plateado.

Aviso a Rob que no me encontraré por las próximas horas. Me es engorroso tener que divulgar en que horas estoy y en cuales no, pero a la hora de proteger mi espacio privado es necesario. Dentro del pent-house tengo infinidad de obras que cuestan un centenar de dinero, y aunque no vaya por la vida contando que pinto obras de arte, cada persona habitante de un edificio tiene aquel vecino chismoso que no hace más que estar atento a la vida de otros, más que a la suya.

—Iré en el mío.

—Está bien —se montan al Koenigsegg CCXR de Natalie.

El papá de ella es un conocido empresario de negocios en el área de economía y contabilidad. Tiene el edificio en Wall Street, New York. Y tanto como gana el dinero, su hija lo despilfarra en ropa de marca, autos, zapatos y viajes. Su vida es tan aburrida que ni envidia te pasa por la mente al imaginarte los millones que heredará, nos ha dicho en más de una ocasión.

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