Capítulo I

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#ElVacío

Aemond sostiene el ojo en su mano, es viscoso y suave, está ligeramente cortado en un extremo. La pupila dilatada se traga verde bosque con el que Lucerys lo ha insultado cada vez que lo mira. El príncipe de Desembarco busca dentro suyo algún tipo de satisfacción ante el momento: un peso que se desplace de su corazón o la histeria con la que ha fantaseado desde su niñez. No hay nada, ¡nada! El ojo en su mano es solo un ojo, el de su sobrino, que ha cumplido lo que era una deuda, sin dudar, como un hombre, sin esconderse tras su madre o darse la vuelta con rabia.

Igual que aquella noche, Lucerys no pensó en él, pensó en sí mismo y se defendió como pudo. Le entregó lo que quería, porque convenía que era una deuda.

—¡Eres un idiota! —grita al volverse. Van a culparlo de todo esto, van a decirle que se ha propasado. Una vez más, es un paria.

Lucerys lo sigue mirando, con su nuevo único ojo, pero no reacciona, la sangre sigue saliendo sin descanso de la cuenca vacía. La piel pálida del niño se pone más pálida aún, el escarlata pone ríos de color en su mejilla y besa sus labios. Aemond tiene la ira pegada a su garganta, una fiera necesidad de destrozarlo todo. Este debería ser su momento.

—Maestre, atienda al príncipe —Borros Baratheon se apresura a ordenar. La rata gris con cadenas corre hacia ellos—. No voy a ser recordado por ser auspiciante de una barbarie.

A su alrededor, los guardias y las mujeres evitan mirarlos. Los guardias para proteger a su señor, las mujeres por terror. La que sería su prometida, Cassandra, se apresura fuera con lo que parecen arcadas. La lluvia, incesante, golpea el techo y las afueras de manera rítmica. Aemond no puede decir que respire, más bien intenta no ahogarse con el aire. Los chillidos de Arrax perforan sus tímpanos, las trompetas de una guerra que no agradece.

Guarda el ojo y la daga.

El maestre se lleva al chico, halándolo de un brazo. Lucerys no deja de mirarlo, solo se distrae cuando una mucama llega con un paño de tela limpio para presionar en su ojo. Un gemido de dolor lo atraviesa y centra toda su atención en el hombre que le da indicaciones para poder atenderlo.

—Espero que eso haya sido suficiente, mi príncipe —Borros lo mira con precaución—. No albergaré aquí la primera muerte de una guerra.

—Este día su casa es terreno neutral. Atienda a mi sobrino y déjeme pasar la noche. Mañana nos llevaremos las disputas.

El hombre lo mira sin responder. Como todos los Baratheon, Borros es enorme, aunque eso no logra compensar su falta de inteligencia y poca visión. Es casi como un jabalí al que se le han puesto ropas limpias. Aemond no tuvo que hacer mucho para convencerlo al llegar; Cassandra, la mayor de todas las hermanas, se había ofrecido de inmediato para ser una esposa. Aemond no se había quejado. El espeso cabello negro de la muchacha, así como su sonrisa apacible, le habían despertado algo.

Ahora, mientras ella regresa, siente que la detesta.

—Esta es su casa, príncipe Aemond —dice el señor de Bastión de Tormentas—. Compartimos el pan y la sal, es usted un huésped. Se extiende la misma cortesía a su sobrino.

Después de eso, el hombre se levanta y abandona la sala. Detrás de él, sus hijas y su esposa lo siguen. Piensa en su propia familia, en Desembarco del rey; en su madre luchando con los deseos de su abuelo, en su hermano bebiendo hasta engordar, en su hermana cuidando de dos niños y esperando uno nuevo. ¿Serían alguna vez felices con lo que habían hecho? O, al igual que él, la victoria les sabría a ceniza en la boca.

—Mi príncipe —Lady Cassandra está ahora al lado de una mucama, los ojos azules de la muchacha están empañados—, Jorel y yo podemos indicarle su habitación para descansar.

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