Capítulo IV.

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Aviso de cambio de la clasificación del fanfic: A partir de aquí se tocarán temas de violencia y obsesión que pueden herir susceptibilidades.

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#LaVidaEnElMar

Lucerys se agacha para tomar la daga; es corta, triangular, no iría más profundo que su globo ocular. No es como el arma con la que lastimó a Aemond, con la que pudo haber excavado hasta su cerebro. Mirando hacia el frente, detecta a su tío dos pasos más cerca y a la chica Baratheon que lo acompaña sin poder detenerlo.

No, el único que podría detener a Aemond es Lucerys.

Aprieta el agarre en la daga y toma aire. El aguacero fuera, deja caer un rayo que retumba por toda la fortaleza; es como un gran tambor que amplifica los sonidos. Vhagar, y luego Arrax, lanzan chillidos. A los dragones no les gusta la lluvia, ni tampoco el fango. Ha visto los nidos en Rocadragón, son grandes zanjas de piedras entre paredes de vidriagón, no hay nada cómodo allí, solo púas, puntas, desgarros. Los dragones no tienen miedo de las heridas, sus cuerpos están hechos para durar.

Si para esto ahora, la cantidad de desacuerdos en su familia puede ser controlada.

Ve el acero antes de sentir el dolor, solo un vistazo. Muerde el interior de su mejilla mientras escarba, hay un sonido de escape, como una ostra al ser sorbida; hay dolor, la sangre se riega entre sus dedos y hace difícil maniobrar el instrumento. El ojo salta, cae al piso. Lucerys puede ver a su tío agachándose para tomarlo.

No solo hay sangre en su mano, sus oídos están llenos por el rugido del tambor, su corazón, ahoga lo que sabe, son los gritos de Arrax y también de Lord Borros. Lucerys no puede prestar atención a nadie, solo al zafiro en el ojo de Aemond, al ojo claro que parpadea con asombro. La mirada pétrea de su tío está traicionada por algo parecido a la misericordia, no es el Aemond que robó a Vhagar, es el Aemond que se acercó para consolar a sus primas en el funeral.

Aemond, el niño al que le jugaban bromas, le está diciendo algo que no entiende.

Siente la cabeza pesada. Recuerda con imprecisión las lecciones de su maestre sobre la pérdida de sangre, el dolor, los miembros cercenados. Algo de eso debe estarle pasando. No se siente mal por ello, está haciendo lo que le pidieron: entrega un mensaje. Él y su madre no quieren guerras, pero saben pagar sus deudas.

Está observando con impasibilidad la daga en el suelo. Su tío, igual que en cada encuentro, no despega su ojo de él. Si no estuviese aquí como mensajero, se estaría enfrentando, una vez más, a una ira desenfrenada y desmedida, ¿cuánto tiempo ha pasado Aemond pensando en él? ¿Cuántas veces ha fantaseado con llevarse el premio que cree que merece? Lucerys sabe que no va a parar, así como él nunca pidió perdón, cada uno ganó su propia carga aquella noche.

Son ellos el motivo de que la reina aislará a sus tíos y, su madre, aceptase con resignación los cuchicheos cada vez más altos de la corte. Desea gritar, o llorar, pero no puede.

Despierta agitado, el balanceo del barco no es misericorde. Le llevó meses adecuarse a la cubierta, no sentir el mareo por la infinitud del agua y el ritmo constante. Escapa hacia la cubierta, para vomitar la bilis que trepa su garganta, la sensación es inadecuada, como si debiera saber la respuesta a una lección varias veces estudiada. El ojo, el ojo que no está, late, pica, necesita atención. Quiere poner un dedo dentro de la herida, hurgar hasta el fondo

Vuelve a su cama, saca el frasco en el que ha dejado los ojos recolectados y lo mueve. El agua amarilla que los conserva permite que se muevan con libertad. Todos son claros, bonitos, uno de ellos, particularmente azul, le recuerda a la hija de Borros Baratheon. Azul mar, azul libertad.

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