Prólogo

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El bosque bullía en susurros suaves que acostumbraban a los oídos a mantenerse alerta. Las lechuzas volaban sobre sus cabezas, ululando augurios que afirmaban que aquel sería un gran siglo para el aquelarre que había sobrevivido a todo lo que Dios y su Señor El Diablo, les enviaban gustosos de probar no solamente su poder, sino también su suerte. Trece brujas, trece almas vendidas a las profundidades del infierno; solo una gobernaba por encima de todas y solo ella escuchaba y transmitía los designios del Dios Astado y los sabios del consejo.
Stephanie era hermosa. Sus cabellos lustrosos y cortos hasta el mentón, le daban el aire francés que tenía en los genes; los ojos negros buscaban como lechuzas el sueño de alguna gloria que reclamar; la carnocidad bien rosada de sus labios podían sangrar a la menor presión; la nariz recta detectaba la tormenta a mil kilómetros de distancia; y la barbilla era dura y redonda. Tenía la piel tan blanca y suave, que las demás juraban resplandecía  en medio de la oscuridad, sin lunas ni estrellas.
Ella era la reina; y a su alrededor no solo las brujas bailaban y saltaban desnudas a una sola vez, sino que los árboles también parecían tocar música con sus ramas, y los animales nocturnos lloraban intranquilos. Su panza era enorme. El bebé que llevaba en su interior había llegado a la culminación de su crecimiento y según los sabios, esa noche nacería su heredera, la que conseguiría que su Kovens mandara a todas las hijas del demonio en la tierra creada por el Dios del universo. También auguraron el nacimiento de otra niña esa misma noche, que revoloteba en el vientre de una de sus hermanas en el demonio.
Las voces de las brujas entonaban canciones antiguas con las que hacían bailar a las piedras. Stephanie era la más contenta de todas aquellas mujeres; bailaba como ninguna y pegaba unos saltos que podían asustar al más cuato, al creer que la bebé podría salirsele por la vagina a una velocidad mortal. Pero no se detenía, su alegría era la de la vida, la que le daba pataditas en el vientre y le hacía relinchar como una yegua salvaje y ferozmente indomable. Saltaba sobre una pierna, con los brazos al cielo, mostrando sus veyudas axilas, y las demás la seguían juvilosas, apretadas unas con otras, eufóricas, exitadas. Un fuego desbordante se prendía en las hojas de los árboles cada vez que subían las manos cantando, pero volvía a apagarse nuevamente sin provocar daños o alguna pisca de temor en los animales que se acercaban de tanto en tanto para ver quiénes armaban todo ese maldito ajetreo. Toda la tierra se sacudía con sus saltos, dejando suspendidos en el aire pedazos de terrones, que quedaban flotando a la altura de sus cabezas y caían en sus lugares con la misma fuerza que subían.
Una niña desnuda, de apenas cuatro años, con los risos rubios sueltos y los ojos azules rebosantes de alegría por la llegada de su nueva hermanita, se acercó a Stephanie con una sonrisa acorde a la noticia buena de la noche. Su madre, extasiada en sus ojos luminosos, la tomaba de las manitos, agachándose a su altura y girando alrededor de ella mientras sus risas se fundían en la planificación silenciosa de sus resos.
— ¡ Mamá, canta la nana de la Aradia !— le gritó Índigo para lograr que la escuchara en medio de tanta algarabía.
— ¡ Mi niña quiere que le cante a la Diosa ! — bramó Stephanie y las brujas hicieron silencio de inmediato. Aquello divirtió a Índigo, que se llevó una manita a la boca para ocultar el dientesito que le faltaba en la fila del medio.
            Cuatro de sus hermanas en el demonio regaron polvos de huesos alrededor de ellas, que permanecían en el centro del círculo de brujas, y fueron formando tres aros redondos que se entrelazaban en el centro y representaban a la Diosa Triple.
— ¡ Su mente, su cuerpo y su espíritu ! — chillaron todas a una misma voz, con las manos sobre el pecho, a medida que se teminaba cada círculo.
            Los ojos azules de Índigo no se despegaban del pecho izquierdo de su madre, donde el símbolo del Dios Cernunnos brillaba al rojo intenso. Se puso de puntitas de pies para besar la marca. Su madre era tan hermosa, que aguantó, y también le dio un beso en los labios.
— Ahora a tu hermanita — le dijo Stephanie acariciándose la panza hinchada.
           Índigo creyó al principio del embarazo de su madre que esta estaba engordando demasiado y que un día, cuando nadie se lo esperara, el vientre se le abentaría al límite imaginable y se le reventaría y su hermanita saldría de este envuelta en sangre. Pero su mamá la tranquilisaba diciéndole que su linda hermana le saldría por la vagina en miedo de un dolor indescriptible y que al pasar los meses, su barriga hinchada se transformaría en pellejo y celulitis. A Índigo le daba mucha gracia eso, porque a la mujer del vecino le solían gritar « puta celulítica » y su mamá no era puta y en cambio si era muy hermosa.
            Palpó con sus manecitas la piel redonda del vientre y de inmediato la bebé que flotaba por allá dentro, se movió y la saludó con una patadita. Miró asombrada a su mamá, que le devolvía la sonrisa con peculiar encanto.
— ¿ Ves ?— le preguntó desordenándole los risos dorados con sus dedos — Tu hermanita está contenta de verte.
— ¿ Pero cómo me puede ver ? — esto la intrigaba — No tiene ojos.
— Ella ve a través de mi, amor.
            Índigo sonrió y abarcó con sus brazos el diámetro de la silueta materna, cosa que no fue fácil para ella, pero se sintió como si desde dentro de su madre, su hermanita le devolviera el abrazo caliente. Hasta casi llegó a escuchar que le susurraba algo, pero por más que afinó el oído, no entendió nada.
— La nana, mamá— le recordó.
             Stephanie se puso de pie, cargó a la niña en sus brazos y una flauta invisible llenó el silencio del bosque.
                                    Cuenta la leyenda que habla de amor
                                         Que una bella bruja para apaciguar su dolor
                                         Conjuró hasta el alba, y a la Luna pidió
    .                                   Un amor eterno, lindo, de dios
                Índigo se sacudió, tomó a su madre por el rostro y clavándole la mirada en la profundida de su negra alma, cantó con ella La Nana De La Aradia.
                                        La Luna Diosa le respondió
                                       Tu hombre te espera, será como un dios
                                        Bello, perfecto, valiente, campeón
                                        Pero a cambio quiero el hijo de los dos
               Al llegar esta parte, todas comenzaron a entonar a una voz.
                                        Una niña nació de aquella unión
                                       Con la piel muy blanca, los ojos del mar
                                       La belleza sublime de una flor astral
                                       El cabello negro, en ves de sol
                                       Y el poder desmedido de todo el dolor
                                       El padre al verla, se decepcionó
                                       Tomó un cuchillo y a la madre mató
                                       Luego a la pequeña en brazos llevó
                                       Y en el bosque sola, allí la dejó
— Tu te sabes esta parte muy bien, amor — le dijo la madre con un beso; Índigo asintió — ¡ Mi hija la cantará sola !— gritó a las otras brujas que guardaron silencio — Vamos.
            La voz de la niña sonó limpia y angelical en los oídos de todos, porque ya a esa hora, un ejército de seres oscuros rodeaban al aquelarre y se amontonaban tras los árboles, en acecho, esperando el momento idóneo para revelar su triste presencia.
                                      Y en las noches de Luna llena, las estrellas caen
                                      Porque la niña llora y llora, pero la madre la consuela
                                      Y luego en sus brazos contándole queda
                                      Y luego en sus brazos contándole queda
               La madre repitió aquellos versos con voz veloz y demoníaca en su lengua natal, y la niña la canturreó en celta, al igual que las demás brujas, y en cuestión de minutos, la luna llena - desaparecida en esa noche - los iluminó a todos y el aullido de las hechizeras retumbó cual catarata en amenazante caída, obligando al bosque entero a cantar junto a ellas. Todo se sacudía con las mismas palabras, todo parecía flotar sin pausa. Los círculos de La Diosa Triple ardieron por si solos. Las llamas negras encerraron dentro a Stephanie y a su hija, y sus lenguetazos abrazadores amenazaban con consumirlas de un bocado en cualquier segundo. Las sombras demoníaca se acercaron paso a paso, aprovechando el desconcierto de las mujeres, que intentaban apagar el fuego echándole de la tierra fría encima.
— ¡ No se atrevan !— los frenó Stephanie con un grito seco, y señaló a la luna blanca y redonda — ¡ La Diosa manda ! ¡ La hora está cerca !
— ¡ Así sea !— clamaron todas mientras Índigo miraba pasmada a su bella madre.
— Tu hermanita está a punto de nacer — le susurró al oído bajando a la niña que, en cuanto pisó la tierra fría, sintió un chorro de agua que le tocaba los pies y salía del interior de su madre.
— Mamá, te has orinado — dijo boquiabierta porque jamás había visto a su madre hacer aquello frente a ella.
— No, mi amor, no es mi orine — la corrigió — Es el de tu hermana.
            Una fuerte contracción la sacudió, obligándola a caer de rodillas. Índigo se apresuró por ayudarla, pero era demasiado pequeña para poder levantarla sola, así que se dedicó a sostenerle las manos y acariciarle el lustroso cabello, al tiempo que le susurraba que todo iba a estar bien. Stephanie sonreía y sudaba por el calor que las rodeaba, y por los duros golpes que recibía en el límite de su interior con el mundo. Las llamas oscuras aumentaron, alzándose como pinos inamovibles y gigantes, separando aún más el interior del símbolo de las demás brujas. Y las sombras se aproximaron a ellos, bordeando a las mujeres que rezaban a su Dios del bosque a llanto vivo. Las figuras no poseían pies, sino que en vez de eso, estos parecían humo que se expandía entre los poros del aire, fundidos con la noche y salidos de la propia tierra, lo que les permitía flotar hacía cualquier lado que deseasen. En el torso tenían un hueco redondo que atravesaba la mitad de su cuerpo y que conseguía demostrar, además de que no poseían organo alguno, que se podía ver a través de ellos. La cabeza puntiaguda como lanzas empesaba en unos ojos saltones y alocados, justo donde debería ir el cuello, que fusionado a la extraña punta, se asemajaba más bien a un pegote informe de masa y carne negra, pudriéndose en si misma. Aquellos ojos locos asustaron a Índigo,aún y a través del fuego.
— Tengo miedo mamá — dijo la niña muy bajito, apretando la mano de su bella madre contra su pecho desnudo. Su corazoncito estaba desbocado y retumbaba con redobles descordinados.
— No llores, amor — la calmó ella con una sonrisa — Mamá está aquí...nadie te hará daño...
           Otra sacudida la obligó a extenderse de espaldas en la tierra. Índigo quedó de pie, con la vista clavada en el interior de las piernas de su madre. El agujero era rojo y latía con fuerza, pero desde allí dentro saldría su hermanita. Su mamá misma se lo había explicado de buena gana unas cien veces antes de dormir cada día, y aquello le seguía pareciendo el mejor acto de magia posible: una niña tan grande como ella, emergería de aquella cueva olorosa y humeda. Índigo se agachó, y colocó su cabeza solo a un palmo de la vagina, y si, si...ya podía ver la moyera abierta de la bebé, y como conociendo de verdad lo que debía de hacer su madre, le gritó que pujara y le sostuvo las piernas con toda las fuerzas de las que era capaz.
             Las sombras, al sentir el olor a sangre fresca, aumentaron sus ganas de entrar en el círculo, en el mismo momento que la otra bruja embarazada se desplomó en el suelo porque también empezaba la hora de su alumbramiento. Y las sombras quedaron confusas por un momento; algunas quisieron entrar en el fuego y otras dirigirse hacia la bruja más próxima a ellas. Pero lo que en verdad querían esos demonios era usurpar los cuerpos de ambas, o de todas las brujas que esa noche habían ido al bosque, para apoderarse de ellos y dominarlos a su antojo.
          Stephanie sentía que todo le ardía; además el fuego la debilitaba y reducía a nada las fuerzas que antes tuvo para dirigir todo el ritual. Las pocas que le quedaban para pujar, las utilizaba para mantener a las sombras a fuera.
— No entrarán en mi— se dijo sudorosa, temblando, y arañando la tierra con sus manos — Malditos Hoyos...manténganse lejos.
          Índigo le veía en su rostro cuanto sufría, y sus manecitas se sacudían con los temblores de las piernas maternas; mas en un instante luminoso, supo bien lo que tenía que hacer: acercó las manos al agujero y palpó el cráneo de su hermana; introdujo más sus dedos, resvalaban sus manos hasta poder tocar el cuerpecito de la niña, y lo fue sacando de allí dentro con el cuidado que siempre ponía en sus juguetes nuevos. Su madre ni se quejó, al contrario, en cuanto estuvo fuera de si, las piernas se le derritieron como mantequilla y calló sus palabras en un suspiro. Índigo no supo porqué, pero cortó aquel cordón de carne que unía al ombligo de su hermana con su madre. Lo hizo con los dientes, y entonces vio que tenía los brazos manchados de sangre, la sangre brillante y roja, caliente y cristalina de su querida madre.
            Su hermanita casi no pesaba, y era tan pequeña que podía cargarla en sus plácidas manos sin mucho esfuerzo. Estaba tan débil que no ejecutaba moviento, no lloraba, no gemía, solo su pechito diminuto subía y bajaba desacompasadamente. Le puso la mano sobre la piel y sintió los latidos lentos de su recién nacido corazón. Estaba anonadada. Tenía tantos deseos de que la criatura abriera sus parpados y la observara.¿ Tendría los ojos negros de su madre o los azules de ella ? Sonrió...estaba enamorada de ese ser tan diminuto que sus manos no querían soltar.
— Mamá...está respirando — dijo la niña, pero al buscar con la vista el rostro de su madre, vio la cosa más horrible que su mente de niña pudo imaginar. El cabello lustroso de Stephanie se movía, flotando en el aire, mietras los ojos tenían un color rojo intenso, demoníaco. Índigo protegió con su cuerpo a su hermanita — ¿ Mamá ?
— Dame a la niña, Índigo— exclamó la mujer con la misma voz de su madre, pero con un eco de otro mundo que hizo que la niña desconfiara— Acércate...dámela.
— Tú no eres mi madre — se quejó ella, y al ver a su alrededor se dio cuanta que el fuego se había apagado y las otras brujas huyeron de aquel lugar. Solo quedó una, la que al igual que su madre, estaba embarazada.
— ¡ Dame a la criatura !— gritó el espectro y todos los árboles se sacudieron con su furia. Era sucio apoderarse del cuerpo de una persona mientras esta permanecía débil por un parto.
            La mujer se acercó con torpes pasos. Sus ojos infundían miedo, parecían fauces sedientas por deborarla. Sangraba desde su interior y de su boca manaba un edor a podredumbre y azufre; y al parecer era tan fuerte que la piel de su bella madre se estaba cuarteando al no poder resistir su furia. Índigo tuvo el terrible presentimiento de que no podría sobrevivir a la posesión demoníaca, así que fue en vano tratar de contener unas lágrimas que si bien no dejaban ir todo su dolor, lo apaciguaban un corto rato. Sin embargo, recordó lo que su propia madre solía decirle sobre los demonios:
            « Son orgullosos y tercos, así que si puedes sacarlos de quicio, tnes tu vida ganada ».
            Índigo miró a la otra bruja a sus espaldas; también había dado a luz y ni siquiera se movía, y tampoco su bebé lo hacía. Miró al demonio y se enojó al profanar tan cruelmente el rostro de su madre.
— ¡ No te daré a mi hermana ! — exclamó con chillona voz y con tanto volumen, que sus risos dorados parecieron cobrar vida también —¡ Eres muy débil para criar a una niña !
            La tierra bajo Índigo se hundió en un hueco circular de tres metros, y la niña tuvo que lanzarse hacia tras para no caerse dentro; por suerte conservó el equilibrio y no calló de espaldas, evitando magulladuras.
— ¡ Esa es la muestra de lo débil que soy ! — bramó el demonio mientras se despellejaba la piel del rostro con las uñas.
— ¡ Eres débil ! — volvió a gritar Índigo hasta romperse las cuerdas vocales; su hermana se había despertado. Tenía los ojos azules y enormes, y miraba a quien la sostenía con una especie de curiosidad locuaz.
            El demonio se alteró tanto que agarró a Índigo del cuello con unas garras invisibles, la apretó con rabia, hasta que la niña sintió que ya no podía respirar más. La bebé observó los ojos rojos del demonio en el mismo momento que los risos de su hermana flotaron con vida propia alrededor de su carita. La niña pegó un grito con sus últimas fuerzas, y casi al momento, sintió como las garras la liberaban a la vez que el ser demoníaco se estremecía dentro del cuerpo de su madre. No pudo permanecer mucho más tiempo allí dentro y salió huyendo de allí. Stephanie se desplomó muerta en el suelo, mientras la bebé contemplaba todo como si supiera lo que estaba pasando.
           Índigo ni si quiera se atrevió a llorar al ver que su madre no se movía. Le dolía todo el cuerpo y la garganta le abrazaba cual infierno voraz . Sin embargo señaló el cuerpo muerto con un dedito tembloroso y le susurró bien bajito al oído de su hermana:
— Esa es nuestra madre, ¿ verdad que es hermosa ? — Índigo le depositó un beso en el rostro a su hermanita — No te preocupes, yo voy a cuidar de ti. Te enseñaré la nana de la Luna y a dibujar con las manos lindos lagos y paisajes. Nadie nos podrá separar...nadie.
            Se alejó de allí, caminando hacia la otra bruja que gemía y se presionaba el vientre.
— ¿ Qué te ocurre ?— preguntó al verla sufrir.
— Me duele todo — lloraba la mujer — Nos han abandonado...el demonio ha matado a Stephanie — hizo una pausa y le suplicó a la niña que se le acercara más.
            A Índigo le pareció que era urgente. Colocó a su hermanita junto a la otra bebé que permanecía en silencio entre las piernas enclenques de su madre, y se aproximó a la mujer que agonizaba. Esta trató de incorporarse, pero la debilidad le obligó a quedarse tendida, en vez de eso, le acarició los bucles dorados a la niña y le habló quedamente.
— Se acercan días terribles, bella niña — Índigo sintió sus dedos fríos atravesándole el cabello hasta la nuca — Los siglos de las brujas han finalizado... ya no somos nada... pero ahora está en tus manos, tú eres la nueva reina del aquelarre y sobre ti cae la mayor prueba de todas.
— No quiero ser reina— su madre estaba muerta y no tendría tiempo para gobernar mientras cuidaba de su hermana menor.
— Ya no tienes salida — concluyó la bruja y reposó su espalda en la tierra y se calló.
           Índigo comprendió que no diría nada más, y tomando a la bebé en sus brazos, se puso de pie y caminó en dirección a su casa. La notaba rara, como más silenciosa que antes y sus ojos azules más opacos; pero aún así la quería y no dejaría que le sucediera lo mismo que a su madre. Estaba aguantando las lágrimas para que la bebé no explotara en llanto. La protegería con su vida. Como su madre se había sacrificado por traerla a este mundo perverso. De vuelta a casa por el bosque ennegrecido, escuchó sirenas de policía, pero no tuvo miedo, porque tal y como su madre le enseñó desde que no era más que un renacuajo, entonar la nana de la Aradia ante una bebé llenaba de suerte a las voces que la arrullaran sin cesar.

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