6. Todo bajo control

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Arrancamos la noche tomando cerveza en la playa. Hemos comprado un pack de seis y bebemos a morro mientras nos reímos de los que hacen botellón a nuestro alrededor. Un grupo de chicas que ya llevan una buena melopea se están retando a meterse al agua desnudas. Pronto empiezan, solo son las doce.

—Cuando seamos mujeres adultas y de provecho, en vez de beber en plan cutre botellines de cerveza comprados en el súper, tomaremos cócteles selectos en los chiringuitos —comenta Andrea señalando los bares que despliegan sus terrazas sobre la arena con sus sillas iluminadas con luces de colores, cachimbas, combinados con sombrillitas y otros adornos, y la música de moda sonando a todo trapo.

—A mí me encanta ser cutre —responde Emma al tiempo que hace dibujos en la arena con el culo de la botella.

—Tú no eres cutre —le rebato.

Puede que el estilo de Emma sea el más informal de entre nosotras tres, pero está muy cuidado. Hoy se ha calzado unas Converse negras de bota, unos shorts del mismo color y una camiseta de tirantes blanca algo holgada. Apenas va maquillada y el pelo suelto y ondulado le cae por los hombros de una manera muy natural. Muy Emma. Emma es como una muñequita castaña de ojos marrones y piel clara. Todo lo contrario a la exuberante Andrea, la más alta de nosotras, de melena negra, larga y lisa, impresionantes ojos verdes, curvas vertiginosas, y siempre vestida para matar (así lo dice ella, no yo). Para muestra los taconazos y el vestido ajustadísimo que lleva. Al menos le tapa hasta la rodilla y no tiene que contorsionarse para que no se le vean las bragas al sentarse en el suelo. Y luego estoy yo, como siempre el punto intermedio entre ellas, que oscila entre la comodidad que Emma representa y la sensualidad de Andrea. Así que he apostado por unas sandalias planas y un vestido blanco con adornos florales que tiene cierto vuelo y me llega hasta mitad de muslo.

—¿Qué tal tu madre? —pregunta Emma.

—Igual. —No quiero dar más datos, prefiero no pensar en ella, en que la he dejado sola.

—Mañana venid a cenar a mi casa —ofrece Andrea—. Así se distrae.

Asiento y le doy un largo trago de cerveza a mi segundo botellín. No voy a emborracharme, aunque sí voy a buscar ese puntito que logra que me desinhiba lo suficiente como para volver a ser mi versión más divertida.

—¿Y a ti qué te pasa con ese Cristian? —la pica Emma.

—Pues que está bueno, y llevo tiempo sin catar varón —dice como si fuera una evidencia. A mí no me parece que Cristian sea especialmente atractivo, no obstante, no le quito la razón. Andrea y yo nunca hemos coincidido con respecto a los hombres y sobre gustos no hay nada escrito—. Y, para que no me llaméis superficial, también me resulta encantador.

—Tiene las palas enormes —señalo.

—Dios, imagínalas mordisqueando ciertas partes de tu cuerpo. —Se retuerce en un escalofrío de placer y yo hago una mueca de asco—. ¿Qué? No seas mojigata, que para eso ya está Emma. ¿Te has estrenado ya con Juancar? —le suelta.

Emma se sonroja. Lleva un año con él y no, no se han acostado. No entiendo qué importancia tiene, sin embargo, a Andrea le encanta presionar con el tema. Lo hace en tono de broma, pero a Emma le incomoda.

—Déjalo, Andrea —le pido.

—¿Por? Somos amigas, yo necesito saber por qué, ¿por qué no se tira a semejante espécimen? Juancar está para mojar pan y repetir.

Emma pone los ojos en blanco. No va a soltar prenda. Jamás habla de eso y si sabemos que no ha tenido sexo con él es porque no lo desmiente cuando se lo insinuamos, no porque ella lo haya confirmado. Andrea, por su parte, perdió «la puñetera virginidad» (cito textualmente) en una noche loca en este mismo pueblo costero hace dos veranos. Desde entonces, de vez en cuando busca algún entretenimiento para saciarse, pues no le interesa tener pareja estable. Y esta vez le ha echado el ojo a Cristian. Decido que mi misión es que esta noche olvide a su presa poniéndole delante otra más deseable.

—Bueno, ¿vamos a una discoteca? —propongo.

—Sí, por favor, necesito mover las caderas —sentencia Andrea y se pone en pie con dificultad, su ropa es demasiado ceñida.

Andamos hasta la que yo he bautizado «la intersección de la muerte», un cruce de calles donde todos los relaciones públicas intentan llevarte a su garito. Andrea siempre se empeña en tontear con ellos, el año pasado podía estar media hora haciéndole ojitos a alguno. Y en su favor diré que logró su objetivo en un par de ocasiones. Tras rapiñar unos chupitos gratis nos dirigimos a la fila de La Cage, nuestra discoteca fetiche. Tras veinte minutos de espera, logramos entrar. La música me perfora los tímpanos y el humo con olor a piña me humedece los ojos. Los gogós bailan sobre las plataformas, la gente se contonea con más o menos gracia y los camareros sirven a diestro y siniestro copas. Respiro tranquila y me fundo con la multitud disfrutando de convertirme en una hormiguita en ese lugar abarrotado, de ser solo Sofía, una chica joven dispuesta a pasar una noche feliz con sus amigas.

Andrea tira de nosotras y llama la atención del camarero. Es curiosa esa laguna legal en la que está prohibido que bebamos alcohol siendo menores, pero no el acceso a este lugar en el que nadie nos ha pedido el carnet. Una vez dentro, no importa nuestra edad. Andrea pide la primera ronda: tequila. Y después tres Malibú con piña. Yo hubiera preferido ginebra, sin embargo, no me quejo y acepto mi bebida cuando la tengo delante, a la vez que me juro que será la última. Después solo Fanta y agua.

—Me hago pis —anuncia Andrea.

—Pues ahora que lo dices... —secunda Emma—. ¿Tú, Sofi?

—No, id vosotras que me quedo guardando las copas.

A pesar de que no me hace gracia permanecer sola mucho rato, no es muy práctico que vayamos las tres con los vasos de tubo al baño, de forma que me sacrifico por el bien común y permanezco cerquita de la barra, bien a la vista del camarero, por si acaso. Apenas han pasado dos minutos cuando un chaval bastante borracho pasa su sudoroso brazo por encima de mi hombro y pega su boca a mi oído para hablarme.

—¿Qué haces aquí tan solita? —me grita arrastrando las palabras. Yo me remuevo para librarme de su abrazo de pulpo. No lo consigo.

—Espero a mis amigas —contesto bastante seca.

—¿Te aburres, nena?

Me estremezco. El aliento le apesta alcohol y a tabaco, y noto gotas de saliva caer en mi cara cada vez que habla. Se ha colgado de mí y siento que pesa mil quintales. Empiezo a rezar por que Emma y Andrea retornen pronto, pero tengo pocas esperanzas, las filas en estos baños son eternas, y Andrea es muy de intimar con las chicas que aguardan su turno, darles consejos de maquillaje, consolarlas o incluso sostenerles la frente si vomitan. Es una gran amiga de baño.

—Mis amigas vendrán pronto, no te apures.

—¿Bailas conmigo mientras?

Me intenta arrastrar a la pista de baile y yo hinco los pies en el suelo para que no logre moverme. Me desplaza un poco. No obstante, gracias a eso ha aflojado la fuerza sobre mis hombros y me puedo agachar y zafarme de él haciendo un quiebro digno de un ninja.

—Estoy guardando estas copas —señalo—. Y no quiero bailar contigo.

—Venga, nena... —insiste y se vuelve a pegar a mí. Me abraza, intenta besar mi rostro—. Vamos a pasarlo bien.

Me está dando asco. Mucho. Lo que tenemos que aguantar las mujeres no está escrito. ¿Por qué este tío no comprende lo que significa una negativa? Estoy a punto de pedir ayuda a cualquier persona que pase por ahí cuando escucho una voz que me suena vagamente familiar.

—Hey, Sofi, te estaba buscando.

Levanto la mirada y lo encuentro a él clavando sus zafiros repletos de odio en el pesado que me abraza sin permiso. Iván adopta una postura relajada y una expresión calmada, exhibe su sonrisa de suficiencia y entiendo que es él el que va a sacarme de este atolladero.

Aquel verano contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora