1. Cuando cae el Sol

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Creo que llevo mucho rato aquí, casi sin moverme. No estoy segura de cuánto, pero lo cierto es que prácticamente puedo escuchar mi piel chisporrotear, reaccionar ante la exposición excesiva al sol a la que la estoy sometiendo. Ir a la playa en las horas centrales del día es malo, no paran de repetirlo en el telediario, sin embargo, ayer salí por la noche y me he despertado tarde. Muy tarde. Así que me he levantado, me he quitado los restos de maquillaje que me quedaban porque a las seis de la mañana no tenía ganas (ni paciencia) de hacer un trabajo exhaustivo con el agua micelar, me he puesto el bikini, me he echado protección solar y he bajado con la compañía de una toalla y las llaves a tumbarme sobre la arena.

Poco después he escuchado a alguien tenderse a mi lado. Mi amiga Andrea ha saludado con un escueto «buenos días» y no ha dicho nada más. Me parece que las dos tenemos una señora resaca. No somos mucho de beber, no obstante, en nuestra primera noche en Salou estábamos desatadas. Mi año ha sido una mierda y ella consideró adecuado bañar mi desgracia en alcohol. Eso y que mi madre llega esta tarde y no iba a haber nadie en mi apartamento por la mañana, de forma que me daba igual que mi estado fuera lamentable a primera hora. A partir de hoy, no puede volver a suceder. No voy a darle más disgustos a mamá, bastantes le he dado y bastante tiene ella con lo suyo. Andrea no habrá tenido tanta suerte, ella llegó a este pueblo costero hace una semana con su familia y se habrá tenido que enfrentar a la presencia de sus padres al amanecer esa mañana. Aunque ellos no suelen reñirle, son muy comprensivos con su hija adolescente. Me imagino a su madre frunciendo el ceño y a su padre amonestándola levemente y haciéndole jurar que es la última vez que se le va la mano con los chupitos. Y no va a ocurrir de nuevo. De hecho, era la primera ocasión en la que bebíamos tanto, pero es que... Es que se nos fue la pinza.

—Sofi, yo me voy a meter al agua —dice ella. Yo alzo la mano y sujeto su muñeca para retenerla.

—Cinco minutos más y vamos juntas.

Adoro esta sensación, eso de notar mi dermis hormiguear por el calor. Sé que no es sano, es más, sé que es peligroso. No obstante, yo nunca me quemo. Y eso que soy más bien blanquita. Aun así, en verano adquiero un bonito tono dorado y mi melena se vuelve más rubia y brillante. Andrea me envidia (sanamente) por ello. Y yo la envidio (sanamente) a ella por tener los ojos más bonitos del mundo (verdes, con unas frondosas pestañas) y por no necesitar tacones para llegar al 1,65.

—Cinco minutos o a donde iremos juntas es al hospital para que me curen las quemaduras de tercer grado que se me están haciendo.

—¿No te has dado crema? —pregunto.

—La crema ha dejado de tener efecto hace dos horas —exagera—. No sé cómo aguantas tantísimo tiempo así. Eres masoqui...

Sé que iba a continuar. Un año atrás hubiera seguido, hubiera bromeado. Ahora se calla. Se calla, pues me tiene miedo. Y a mí me da rabia. Porque solo fue una vez, solo una y porque estaba al borde, no podía más. Porque mamá... Porque papá... Abro la boca para protestar por su silencio cuando siento el golpe de una esfera cayendo sobre mi cabeza. ¿Qué narices...? ¿Se ha caído el puto sol? ¿Hola? Me incorporo nerviosa, desubicada. Abro los ojos mientras me froto el punto exacto donde he recibido el golpe. Me cuesta acostumbrarme a la claridad. Cuando lo logro, veo al causante de mi incipiente dolor en la frente: un maldito balón de fútbol rueda a mi derecha. Andrea también se ha sentado, y la cabrona se ríe. Oigo los gritos de unos chicos pidiendo perdón. Dos vienen corriendo.

El que llega primero recoge el esférico y me mira con una sonrisa que indica que no está muy abochornado por lo ocurrido, al revés, le resulta gracioso. Como a Andrea, que hace verdaderos esfuerzos por ponerse seria.

—Perdona, chica. Se nos ha ido la pelota. El Rashid, que es un burro de la leche —se excusa el desconocido, pero la mueca divertida no se le borra del rostro.

—Pues tened más cuidado la próxima vez. Idos a jugar más lejos de la gente.

—La playa está petada, no tenemos hueco —protesta el otro. Alzo los ojos hacia él, que otea a su alrededor buscando otro lugar en el que ponerse. Tiene razón. La playa está abarrotada, no cabe un alfiler. Y ellos estaban en una especie de pasillo de arena que va desde el paseo hasta la orilla. No es el mejor lugar, aunque es el único, desde luego.

—Entonces, no juguéis —digo, seca.

Baja los ojos hacia mí con un gesto duro, que contrasta con la afabilidad de su amigo. Yo me estremezco. Y no por la mala leche que destila ese joven por cada poro de su cuerpo, sino porque esos ojos azul claro acaban de desbancar a los de mi amiga del título de «ojos más bonitos del mundo».

Aquel verano contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora