5. La terapia del olvido

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Un chispazo. Una especie de descarga eléctrica me recorre el cuerpo. Y me da la impresión de que a Iván le ha sucedido algo similar porque aparta los ojos, confuso, incluso sacude la cabeza y se fuerza a sonreír al comentario que Cristian acaba de hacer. Comentario que yo ni siquiera he oído tan inmersa en la sensación vertiginosa que me acaba de pasar por encima como una apisonadora. No entiendo nada. Y me cuesta centrarme. El cabrón de Iván, si es que ha sentido algo y no son imaginaciones mías, se sobrepone enseguida y él y su amigo nos dan una señora paliza.

—¡No es justo! —protesta Andrea—. Quiero la revancha.

—Mejor aún, hagamos equipos mixtos —propone Cristian—. Yo contigo e Iván con una de tus dos amigas. —Le guiña el ojo y a Andrea se le escapa una risita nerviosa, algo muy impropio de ella, siempre tan resuelta. Tanto Emma como yo nos volvemos alarmadas, ¿es posible que le guste este chico? Espero que no. Yo no quiero a Iván en mi vida, no me agrada nada lo que provoca en mí, y si Andrea y Cristian tuvieran un rollo lo vería demasiado a menudo.

—Yo me voy, he quedado con Rash para salir a correr —dice Iván. Juraría que se lo acaba de inventar, pero no estoy segura, en su rostro no se aprecia sombra de duda—. Quédate con ellas si te apetece.

Cristian niega con la cabeza, aunque es obvio que no le hace mucha gracia que su amigo le haya fastidiado la diversión.

—Señoritas, nos vemos en otra ocasión —se despide. Y esta vez no me atrevo a dar por sentado que se equivoca, ya que parece que estamos destinados a encontrarnos.

Nosotras pasamos el resto de la tarde paseando descalzas por la playa y charlando sobre banalidades, justo lo que necesito: no pensar en el remolino oscuro que hay dentro de mí y que Iván despierta con tanta facilidad. A la hora de la cena, Emma se marcha con Andrea, pues va a alojarse en su apartamento, y yo regreso con mamá.

Cuando llego, mi madre me ha dejado un sándwich sobre la mesa. Ella asegura que ya ha cenado y yo no me lo creo. Me cuestiono si tengo que animarla a comer, si tengo que insistir, ponerme firme y obligarla. Pero ella es la madre, la adulta, así que decido que no me corresponde. Mastico sin ganas mi bocadillo y mi frustración mientras ella hojea una revista de cotilleos. Ya casi he terminado cuando suena mi móvil. Miro la pantalla: «Yayo». Lo cojo inmediatamente. Mi abuelo es mi salvavidas dentro de la familia y el que me ayuda con mamá cuando todo se me hace grande. Los padres de mi padre, mis otros abuelos, siguen hechos polvo por lo sucedido, de forma que ni siquiera los he puesto al tanto de la situación tan delicada que estamos viviendo en casa.

—¡Yayo! —exclamo.

—¿Cómo estás?

—Bien, acabando de cenar. Mamá me ha preparado un sándwich —le cuento al tiempo que le doy el último mordisco al pan.

—Oh, bueno, al menos recuerda que tú tienes que alimentarte.

Su voz es triste, apagada. La voz de un padre que teme por la salud de su hija, que sabe que está totalmente rota, perdida. Salgo a la terraza del apartamento y cierro la puerta. No quiero que mi madre nos oiga.

—Sinceramente, estoy segura de que ella no ha comido nada.

—Iré pronto —afirma tras un denso silencio.

—Yayo, quédate en el pueblo, yo sé que no te gusta la playa. Puedo...

—Sé que puedes, Sofía —me corta—. La cuestión es que no debes. No debes cuidar de tu madre. No es tu responsabilidad, es la mía.

«¿Y quién es responsable de mí?» pienso. No me atrevo a expresarlo en voz alta porque no es justo. Él se ha ocupado de todo lo que ha podido. Dejó su querido Palo(1) durante meses para estar con nosotras y para ocuparse de los asuntos que yo no podía solventar y para los que mi madre no estaba anímicamente preparada, como las gestiones pertinentes tras la muerte de mi padre.

—Yayo...

—Cuando tienes un hijo asumes que, por muchos años que cumpla, siempre acudirás en su ayuda. Y tu madre me necesita. Tú me necesitas. Así que la semana que viene estaré allí y me quedaré hasta estar seguro de que tu madre es capaz de...

No completa la frase porque no está seguro de lo que podemos pedirle a mamá. Que vuelva a ser ella parece demasiado lejano, así que con que consiga tener una vida nos conformamos. Yo suspiro. Qué pena, de verdad. Menos mal que lo tengo a él para interpretar el papel de adulto y permitirme volver a ser una adolescente en mi propia casa. Cuando maduras a base de golpes no te hace ninguna gracia haberlo hecho.

—Gracias —susurro.

—No me las des. Tú solo diviértete, te lo mereces.

—Lo que no te merezco es a ti, yayo.

—Ay, qué zalamera. Anda, pásame con Elena, que quiero que me cuente qué tal ayer en la sesión con el psicólogo.

Ese es el motivo por el que yo había venido un día antes a Salou, mi madre tenía su última cita con el psicólogo y yo le impedí faltar. Hasta septiembre no lo volvería a ver y está claro que lo necesita. Igual que precisa de esas pastillas que tanto pavor me dan, porque sé que si se le va la mano con la dosis... Es triste, pero tengo miedo de que mi madre decida acabar con todo y abandonarme en este maldito mundo que se empeña en ponérmelo difícil. Entro al salón y le tiendo el teléfono. Lo coge con la mirada ausente, como si despertara de un trance. Yo me retiro a mi habitación para darles intimidad y, de paso, arreglarme para salir con mis amigas con el fin de seguir las directrices de mi abuelo y poder, por un rato, divertirme y olvidar. 

(1) Palo es una localidad situada en el Pirineo oscense.

Aquel verano contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora