7. Gracias, pero no

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—Estamos en la terraza —afirma Iván con tanta seguridad que yo misma me creo que lo estaba esperando a él.

—Ya voy... —acierto a decir.

—¿Tú quién eres? —pregunta el borracho y noto como sus músculos, todavía pegados a mi cuerpo, se tensan.

—Iván —contesta y le tiende la mano—. ¿Y tú?

—¿Es tu novio, nena? —pregunta tras girarse hacia mí e ignorar a Iván deliberadamente.

—Eh...

—¡Lárgate, tío! —le suelta a Iván animado por mi duda. Por un momento pienso que Iván va a responder con un puñetazo, puedo ver la rigidez de su brazo, su espalda erguida, las piernas preparadas para aguantar de pie por si el otro contestara a su envite. Sin embargo, se lo piensa mejor y se calma con rapidez. Después emite una carcajada ronca, desvía la vista unos segundos y se vuelve a fijar en su interlocutor con una actitud muy serena. Un cambio de actitud asombroso.

—Tranquilo, colega. Es mi amiga, hemos venido toda la pandilla. Si ella se quiere quedar contigo, no tengo problema alguno —argumenta y, acto seguido, me mira—. ¿Sofi?

Yo todavía estoy digiriendo lo camaleónico que es mi supuesto amigo y mi cara de estupefacción no ayuda mucho. Iván carraspea para que me centre y yo me obligo a interpretar mi papel, el que él me ha impuesto.

—Me voy con vosotros —digo. La decepción es evidente en el rostro del chaval.

—Otro día será —lo consuela Iván con una sonrisa socarrona y tira de mi brazo para apartarme de él.

Andamos con presteza para alejarnos, olvidando las copas en la barra. Iván todavía me sujeta de la muñeca para que no me detenga. Escucho protestar a mi acosador, nos está siguiendo, aunque sus acompañantes, con buen juicio, lo frenan. Menos mal, no querría ver una pelea. Y menos que se produjera por mi culpa. Y algo me dice que Iván se ha sabido controlar una vez, pero, ¿cuántas más?

Nada más pisar la zona al aire libre que hay en la discoteca, Iván me suelta y se gira para enfrentarme. Espero ver en su cara una de esas sonrisas altivas, satisfechas. Y no, tan solo encuentro preocupación.

—¿Estás bien? —se interesa. Y lo hace de una manera que parece sincera. Me enervo. Me enervo porque Iván me altera los sentidos, los músculos, la sangre. Iván me hace hervir por dentro, hace que se remueva todo lo que he conseguido domesticar. Y por eso lo odio. Lo odio con toda la fuerza que me queda. Y si empieza a comportarse como un buen tío no me será fácil detestarlo con esta fiereza. Así que necesito marcar distancia, poner una línea entre nosotros. Y, de algún modo, presiento que él también lo prefiere así. La animadversión es mutua.

—No necesitaba tu ayuda —le espeto con desdén.

—Claro, se te veía muy cómoda con ese imbécil comiéndote la oreja.

—Podía con ello sola.

Iván retira la mirada y yo aprovecho para observarlo. Viste unos vaqueros desgastados, unas Converse azules y una camiseta negra con cuello de pico que le sienta como un guante. Es obvio que ha perdido tiempo en desordenar ese pelo oscuro, por lo que intuyo que, a pesar de la imagen de tío duro, es coqueto. Tiene las cejas pobladas, una de ellas con la marca de un piercing que hace tiempo se quitó. Sin embargo, conserva otro en la oreja izquierda, uno sencillo, un rombo. Su nariz recta, tal vez algo larga, destaca en la armonía de su rostro. O lo haría si no tuviera esos ojos semitransparentes que te atrapan como un agujero negro. Más bien como uno azul claro. Cristalino. El puto Iván es demasiado guapo. Se vuelve hacia mí y doy un respingo, porque ahí está de nuevo. Ahí está el Iván que me asusta, el de la rabia. El que es igual que yo.

—Con un gracias hubiera bastado —sisea apretando unos dientes blancos y alineados.

—Gracias —repito con un tono burlón.

—Eres realmente irritante, rubia.

—No me llames rubia —le advierto.

—¿Por qué? Te estoy describiendo: eres rubia. ¿Sabes? Es llamativo que te joda que te llame rubia y no que te califique como irritante.

«Gilipollas», pienso. Lo tengo en la puntita de la lengua para lanzárselo. Sin embargo, insultarle me parece caer muy bajo, perder la compostura. Tampoco ha hecho nada grave, solo me ha ayudado a librarme de un gilipollas de verdad.

—Déjalo. Voy a buscar a mis amigas —sentencio. Él asiente y sonríe de aquella manera, de su manera propia e intransferible. Me ha ganado la partida de nuevo. Como siempre desde que la casualidad nos cruzó en este lugar de veraneo.

—Andrea está con Cristian, los he dejado hablando —me desvela. Mascullo un improperio. No he tenido tiempo de detener la hecatombe. Andrea ya tiene a su presa localizada y seguro que le queda poco para atacar, si no lo ha hecho ya.

—¿Y Emma?

—Emma parece que se apaña bien con Niko y Rashid. Ella habla poco y ellos no callan. ¿Vienes?

—Qué remedio.

Pongo los ojos en blanco y me resigno a tener que soportar a Iván el resto de la noche si tengo suerte. Si la fortuna se pone en mi contra, Andrea y Cristian cuajarán y nuestra relación puede alargarse días. Semanas. Todo el verano. Vaya mierda.

Aquel verano contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora